Mientras conducía a casa, me planteaba qué ropa me pondría. El trayecto era corto, tanto como la decisión a tomar. Todos mis pantalones eran vaqueros, así que la duda por esa prenda quedaba básicamente descartada. Pensé en una camiseta de cuello barca azul. Contrastaría con el tono claro de mi piel, seguro. ¿Se referiría con eso a ponerse guapa?
Llevaba ya un desorden importante en lo que respectaba a mi vida en aquel momento cuando aparqué el coche. Entré a casa con la intención de comer rápido e ir corriendo a la ducha.
Al llegar a la cocina me encontré con un plató frío de pasta dura y tomate precocinado en el banco. Ni siquiera una nota con instrucciones, saludándome o cualquier trivialidad. Metí la comida 45 segundos al microondas a calentar y encendí la televisión. Ese día, en vez de ver las noticias, decidí poner uno de esos canales que veía todo el mundo, solo por curiosidad.
Cuando terminé de vestirme tras una buena ducha, llegó la hora de arreglarme, y debía empezar por el pelo. Fui al baño de mis padres, donde mi madre tenía espuma para cabello rizado. Bajo el chorro de agua caliente, desenjabonándome, había decidido cambiar hoy de peinado y acentuar unos rizos que ni siquiera tenía claro si poseía.
Leí las instrucciones que no quedaban nada claras y pasé a imitar a mi madre. Agité el bote y apreté el botón, dejando salir sobre la parte de mi mano aquella sustancia espumosa blanca. Cuando consideré que había puesto demasiada espuma en mi mano, dejé el bote en su sitio, y con la mano que me quedó libre comencé a aplicarme la espuma en el pelo, eligiendo un mechón de pelo y apretándolo en un puño junto con la espuma.
Cuando terminé me miré en el espejo semi-empañado, tenía buena pinta. Saqué el secador y apliqué un poco de aire frío al pelo para acelerar que se secase, pero sin destrozar los rizos potenciales. Agradecía que mis padres no estuvieran en casa, pensarían que me había vuelto loca.
Observándome vestida, no terminaba de convencerme aquel aspecto. Fui al cajón de mi madre donde guardaba las camisetas bonitas, esperando que hubiese alguna que me gustase. Con mucho cuidado empecé a rebuscar hasta que encontré en el fondo del cajón una camiseta que no le había visto jamás. Cuando la saqué me di cuenta que todavía llevaba la etiqueta. Me la probé. Para mi sorpresa, me gustaba cómo me quedaba. Era una camiseta negra que remarcaba mi cintura, acentuándola. Encantada, me di cuenta de que aquel escote que arrastraba la camiseta hacía que pareciese que tenía los pechos más grandes de lo normal. Con el sujetador intenté levantarmelos un poco más; no estaba tan mal después de todo.
Estuve pavoneando delante del espejo un buen rato, hasta que miré el reloj. Las cinco menos cuarto. Rápida, limpié el baño en diez minutos, cogí el abrigo marrón, un bolso negro de mi madre en el cual metí mi cámara con un par de carretes, el móvil, las llaves y algo de dinero, y bajé corriendo para salir. De refilón vi una nota que hizo que me parase. La cogí y salí a la calle.
La nota era de mi madre.
“Alma, tu padre y yo nos hemos tenido que ir a un congreso a Suecia. Volveremos en un par de semanas más o menos. Sentimos no haberte avisado con antelación. Cuídate. Te pondremos dinero en la tarjeta para que te compres comida cuando necesites. No despistes tu trabajo.
Te queremos, tesoro.
Mamá”
Me reí en un segundo de manera irónica. ¿Te queremos? ¿Tesoro? Aquello no era más que un sentimiento de culpabilidad, una manera de remediar lo poco que les importaba. Tampoco me afectaba en esos momentos. Arrugué la nota y la tiré a una papelera que tenía cerca. Volví a mirar el reloj. Las cinco. En seguida llegaría Juliette. Me humedecí los labios, resecos por el frío. ¿Qué habría planeado aquella loca? ¿Qué esperaba que hiciese?
Cinco o diez minutos después de pensar en qué íbamos a hacer aquella tarde, vi aparecer al principio de la calle un coche rojo, el de Juliette. Esta vez no iba nadie más en él.