- ¿Has entendido lo que te he dicho? ¿Aunque no lo hayas sentido? – me dolió aquella última pregunta. Era como si no fuera humana, como si fuese incapaz de sentir. Aquel pinchazo fue la respuesta a la pregunta.
- Sí – contesté sin explayarme.
-Aunque no crea en la monogamia, quiero a Juliette. Es abierta, es divertida, desinhibida. Es quizá por ello por lo que debí saber que no debía encapricharme con ella – no supe exactamente qué era lo que sentí con aquellas palabras. Después de mucho tiempo, echo la mirada atrás y se que era envidia lo que hervía por mis venas aquella sangre que parecía ser fría a ojos del mundo. - ¿Sabes qué?
-Dime – tenía la mirada fija al suelo, las manos en los bolsillos, y caminaba solo por inercia. Recuerdo que pensaba en la soledad y el amor, en cómo estaba tan cerca de una como lejos de la otra, y notaba despertar esa parte más humana que había dejado apartada a cambio de ser el orgullo de mis padres. Estaba volviendo a nacer en aquel momento, y supuse que, como si fuese un parto verdadero, tardaría en madurar aquel feto emocional que parecía salir de mí.
-Creo que no eres tan fría como aparentas. Que tienes mucho amor dentro, contenido. – me paré en seco. Él se paró, se puso frente a mí, cara a cara – creo que me gustas – me sonrió y me puso una mano en la mejilla. Se fue acercando, mirándome a los ojos, lento, muy lento, como si no quisiese asustar a la presa que iba a cazar. Mi única respuesta fue quitar su mano de mi rostro y soltarlo con fuerza hacia el vacío, me eché hacia atrás.
- ¿Cómo eres capaz de decirme eso después de haberme contado que quieres a Juliette?
-También te he dicho que no creo en la monogamia.
-Ya, pero yo sí.
-¿En serio?
-Quizá. Pero eso no evita que me sienta como un segundo plato. Además de conocernos de un día.
-Por eso mismo, porque nos conocemos de un día, no te pido amor eterno. Solo te digo que CREO que me gustas – fue ese verbo, esa duda que ofrecía, la que creó confusión en mi interior hasta el punto de relajarme, porque no sabía qué sentir.
La conversación la zanjé ahí, y retomé la marcha hacia mi casa, acelerando el paso. Marcos iba detrás de mí, implorándome de vez en cuando que parase, que no habíamos terminado. Yo no lo creí así, e ignoré sus peticiones.
Saqué las llaves de mi bolsillo unos segundos antes de llegar a mi portal con la intención de abrir rápidamente y entrar antes de que Marcos tuviese tiempo de alcanzarme, frenarme, hablarme con su voz de bohemio seductor. Pero él también se percató, y antes de entrar al portal él ya me había alcanzado.
Me giré de golpe con la intención de gritarle, y me encontré de frente con su pecho. Sus brazos, a ambos lados de mi cuerpo no hacían más que arrinconarme, y su cuerpo me instaba a que anduviese hacia atrás hasta que mi espalda se topó con la puerta. Tragué saliva, y en aquel momento me pareció obscenamente sonoro.
-No se qué es de ti. Tu rectitud. Tu decoro. Tu orgullo. Tu razón. Ese corazón que oigo palpitar aunque quieras esconderlo… No se qué es, pero me gusta.
-No haces más que decir tonterías.
-Es posible. Pero son ciertas. – volví a tragar saliva. Parecía que mi garganta se había propuesto llevar a cabo unos cuantos recitales en vez de silenciarse – Déjame conocerte. Déjame que me olvide del mundo, de Juliette. Déjate hacerme olvidar. – me temblaba el labio inferior. Lo supe porque Marcos lo frenó con su dedo. Suave, cálido. Sabía que me miraba la boca por que yo miraba sus ojos, me perdía en ellos, como me perdía en sus palabras, como me perdía en su olor que, de la proximidad de nuestros cuerpos, me envolvía sin compasión y me hacía no querer parar de respirar.
-Marcos, yo no soy así…
-No sabes que lo eres.
-Llevo muchos años viviendo conmigo.
-Eso no era vivir. Déjame que te enseñe la vida.
-Marcos, no… - bajó una mano a mi cintura, lentamente, casi no me di cuenta hasta que se posó en mi ropa, hasta que el calor que desprendía penetró aquella tela fina y chocó con el invierno que había en mi piel. Aguanté la respiración. Se acercó a mí. Pretendí echarme hacia atrás, pero no pude, aunque en el fondo, tampoco quise, la puerta me frenaba. Puse una mano en su pecho, un límite que eliminó al quitar su mano de mi rostro y ponerla sobre la mía. La condujo hasta su hombro, después fue ella sola, como si se supiese el camino de memoria, como si supiese lo que había que hacer, lo que iba a venir ahora. Le habría rogado que me dijese al oído todo lo que sabía, porque yo vivía desconocida.
-Un beso.
-Marcos…
-Solo uno.
-Marcos yo no…
-No me importa. – Se acercó lentamente. Sus ojos iban de su boca a los míos, se paseaban, se entretenían con mi nariz, y volvían a moverse. Los míos se fueron cerrando, mi cerebro no quería ver lo que pasaba, no hacía más que decirme que escapase, que le pegase, que huyese de ese mundo, de esa compañía, pero sin saberlo acababa de descubrir que aquella barrera que la cabeza imponía sobre el corazón era fácilmente rompible, y que con el mismo uso de la cabeza podía derrotarla. La fuerza de voluntad se me escapaba a montones por la nariz, con cada respiración. Mientras mis párpados caídos se negaban a mostrarme la imagen que a cámara lenta se sucedía en el exterior de mi cuerpo, mi boca no paraba de repetir las mismas palabras, una y otra vez, bajo las órdenes de un cerebro roto por la desobediencia de un cuerpo que solo anhelaba actuar acorde a lo que quería, no a lo que debía querer.
-Marcos… No,… por favor… Marcos… - ni siquiera sentía lo que decía, no lo sabía, porque una pequeña batalla se libraba en mi interior, y esas palabras no eran más que el coro del bando vencido que pretendía herir hasta el último momento, hasta que tuviese que retirarse a favor del vencedor. ¿Quién era el vencedor? ¿Por qué no lo había conocido? El vencedor era aquella parte de mí, oculta, un pequeño resquicio de sentimiento que había permanecido ahogado en las entrañas de un corazón amurallado, frío, congelado. El vencedor era el deseo, la libertad, era romper con lo que hasta ahora era mi vida. Y aunque fue solo una pequeña parte, un centímetro de anhelo el que asomó por mi alma, fue capaz de romper las defensas de una vida dedicada a la huida de lo humano, de lo que debilitaba. El vencedor era aquel elemento oculto. Era sed, era hambre. Me entregué al pequeño resquicio del vencedor.
Y me besó.
En los labios.
Besó los labios.
Se separó.
Abrí los ojos. Su nariz junto a la mía. Sus ojos abiertos también. Mirándome. Estaba aturdida, descolocada, quizá asustada. Imaginé a Blancanieves, imaginé a la Bella Durmiente. Imaginé a Julieta rota en los brazos de Romeo, y al revés.
-¿Tienes miedo?
-¿De qué?
-Del beso.
-No. - mentí
-¿Puedo repetir?
-No. –mentí.
-Quieres que me vaya.
-Por favor – mentí.
-¿Puedo volver a verte?
-No – mentí.
-No te librarás de mí.
-Ojalá – mentí.
Se separó de mí y sonrió. Fue rápido al intentar volver a besarme, pero más rápida fui yo al girar la cabeza hacia un lado. De nuevo los muros se habían reestablecido, pero la grieta estaba hecha, y me dolió todo el cuerpo cuando sus labios solo rozaron mi mejilla. Lo controlé.
Esperé frente a la puerta a que se marchase. Recé por que dedicase una última mirada hacia atrás, pero no lo hizo, nunca. Se fue, caminando, con los brazos dejados caer, muertos, cansados. Iba envuelto en una manta de victoria, y aunque no lo pude ver, sabía que en su rostro una enorme sonrisa decoraba aquellos ojos en los que me podría perder mil vidas.
Cuando desapareció, entré en casa, y lo primero que hice fue mirarme en el espejo, sabía que mis padres estaban en casa. Mi boca parecía brillar, rojo fosforescente, y mi nariz daba la impresión de medir kilómetros por mentir. Me acaricié los labios, todavía tenían su calor, brillaban por el roce. ¿Por qué pasaba? Sonreí sin más y entré del todo en la casa.
-¿Dónde has estado? – preguntó mi padre. Nada sobre mis labios, nada sobre mi nariz. Nada sobre el monstruo desatado en mi interior. Para él todo seguía igual.
-Me agobié y salí a dar una vuelta – contesté. Ni rastro del vencedor, todo muro, todo frío, ladrillos, cemento, soledad.
-Ah. Si quieres comer algo hay sobras en la nevera – se giró, dejó de mirarme.
-No tengo hambre – silencio - ¿Y mamá?
-Tenía que trabajar hasta tarde, no creo que la veas llegar - ¿Por qué era tan frío? ¿Por qué era tan distante? Yo tenía recuerdos suyos riendo, recuerdos felices. ¿Por qué era una estatua? ¿Por qué su interior era gélido? Era una estatua de hielo.
Me fui a mi cuarto, cerré la puerta por primera vez en mucho tiempo. Tumbada en la cama, con un dedo en los labios, tal como Marcos había hecho, me quedé dormida. Ni siquiera recuerdo si soñé, pero si lo hice, posiblemente fue con aquel beso.
- Sí – contesté sin explayarme.
-Aunque no crea en la monogamia, quiero a Juliette. Es abierta, es divertida, desinhibida. Es quizá por ello por lo que debí saber que no debía encapricharme con ella – no supe exactamente qué era lo que sentí con aquellas palabras. Después de mucho tiempo, echo la mirada atrás y se que era envidia lo que hervía por mis venas aquella sangre que parecía ser fría a ojos del mundo. - ¿Sabes qué?
-Dime – tenía la mirada fija al suelo, las manos en los bolsillos, y caminaba solo por inercia. Recuerdo que pensaba en la soledad y el amor, en cómo estaba tan cerca de una como lejos de la otra, y notaba despertar esa parte más humana que había dejado apartada a cambio de ser el orgullo de mis padres. Estaba volviendo a nacer en aquel momento, y supuse que, como si fuese un parto verdadero, tardaría en madurar aquel feto emocional que parecía salir de mí.
-Creo que no eres tan fría como aparentas. Que tienes mucho amor dentro, contenido. – me paré en seco. Él se paró, se puso frente a mí, cara a cara – creo que me gustas – me sonrió y me puso una mano en la mejilla. Se fue acercando, mirándome a los ojos, lento, muy lento, como si no quisiese asustar a la presa que iba a cazar. Mi única respuesta fue quitar su mano de mi rostro y soltarlo con fuerza hacia el vacío, me eché hacia atrás.
- ¿Cómo eres capaz de decirme eso después de haberme contado que quieres a Juliette?
-También te he dicho que no creo en la monogamia.
-Ya, pero yo sí.
-¿En serio?
-Quizá. Pero eso no evita que me sienta como un segundo plato. Además de conocernos de un día.
-Por eso mismo, porque nos conocemos de un día, no te pido amor eterno. Solo te digo que CREO que me gustas – fue ese verbo, esa duda que ofrecía, la que creó confusión en mi interior hasta el punto de relajarme, porque no sabía qué sentir.
La conversación la zanjé ahí, y retomé la marcha hacia mi casa, acelerando el paso. Marcos iba detrás de mí, implorándome de vez en cuando que parase, que no habíamos terminado. Yo no lo creí así, e ignoré sus peticiones.
Saqué las llaves de mi bolsillo unos segundos antes de llegar a mi portal con la intención de abrir rápidamente y entrar antes de que Marcos tuviese tiempo de alcanzarme, frenarme, hablarme con su voz de bohemio seductor. Pero él también se percató, y antes de entrar al portal él ya me había alcanzado.
Me giré de golpe con la intención de gritarle, y me encontré de frente con su pecho. Sus brazos, a ambos lados de mi cuerpo no hacían más que arrinconarme, y su cuerpo me instaba a que anduviese hacia atrás hasta que mi espalda se topó con la puerta. Tragué saliva, y en aquel momento me pareció obscenamente sonoro.
-No se qué es de ti. Tu rectitud. Tu decoro. Tu orgullo. Tu razón. Ese corazón que oigo palpitar aunque quieras esconderlo… No se qué es, pero me gusta.
-No haces más que decir tonterías.
-Es posible. Pero son ciertas. – volví a tragar saliva. Parecía que mi garganta se había propuesto llevar a cabo unos cuantos recitales en vez de silenciarse – Déjame conocerte. Déjame que me olvide del mundo, de Juliette. Déjate hacerme olvidar. – me temblaba el labio inferior. Lo supe porque Marcos lo frenó con su dedo. Suave, cálido. Sabía que me miraba la boca por que yo miraba sus ojos, me perdía en ellos, como me perdía en sus palabras, como me perdía en su olor que, de la proximidad de nuestros cuerpos, me envolvía sin compasión y me hacía no querer parar de respirar.
-Marcos, yo no soy así…
-No sabes que lo eres.
-Llevo muchos años viviendo conmigo.
-Eso no era vivir. Déjame que te enseñe la vida.
-Marcos, no… - bajó una mano a mi cintura, lentamente, casi no me di cuenta hasta que se posó en mi ropa, hasta que el calor que desprendía penetró aquella tela fina y chocó con el invierno que había en mi piel. Aguanté la respiración. Se acercó a mí. Pretendí echarme hacia atrás, pero no pude, aunque en el fondo, tampoco quise, la puerta me frenaba. Puse una mano en su pecho, un límite que eliminó al quitar su mano de mi rostro y ponerla sobre la mía. La condujo hasta su hombro, después fue ella sola, como si se supiese el camino de memoria, como si supiese lo que había que hacer, lo que iba a venir ahora. Le habría rogado que me dijese al oído todo lo que sabía, porque yo vivía desconocida.
-Un beso.
-Marcos…
-Solo uno.
-Marcos yo no…
-No me importa. – Se acercó lentamente. Sus ojos iban de su boca a los míos, se paseaban, se entretenían con mi nariz, y volvían a moverse. Los míos se fueron cerrando, mi cerebro no quería ver lo que pasaba, no hacía más que decirme que escapase, que le pegase, que huyese de ese mundo, de esa compañía, pero sin saberlo acababa de descubrir que aquella barrera que la cabeza imponía sobre el corazón era fácilmente rompible, y que con el mismo uso de la cabeza podía derrotarla. La fuerza de voluntad se me escapaba a montones por la nariz, con cada respiración. Mientras mis párpados caídos se negaban a mostrarme la imagen que a cámara lenta se sucedía en el exterior de mi cuerpo, mi boca no paraba de repetir las mismas palabras, una y otra vez, bajo las órdenes de un cerebro roto por la desobediencia de un cuerpo que solo anhelaba actuar acorde a lo que quería, no a lo que debía querer.
-Marcos… No,… por favor… Marcos… - ni siquiera sentía lo que decía, no lo sabía, porque una pequeña batalla se libraba en mi interior, y esas palabras no eran más que el coro del bando vencido que pretendía herir hasta el último momento, hasta que tuviese que retirarse a favor del vencedor. ¿Quién era el vencedor? ¿Por qué no lo había conocido? El vencedor era aquella parte de mí, oculta, un pequeño resquicio de sentimiento que había permanecido ahogado en las entrañas de un corazón amurallado, frío, congelado. El vencedor era el deseo, la libertad, era romper con lo que hasta ahora era mi vida. Y aunque fue solo una pequeña parte, un centímetro de anhelo el que asomó por mi alma, fue capaz de romper las defensas de una vida dedicada a la huida de lo humano, de lo que debilitaba. El vencedor era aquel elemento oculto. Era sed, era hambre. Me entregué al pequeño resquicio del vencedor.
Y me besó.
En los labios.
Besó los labios.
Se separó.
Abrí los ojos. Su nariz junto a la mía. Sus ojos abiertos también. Mirándome. Estaba aturdida, descolocada, quizá asustada. Imaginé a Blancanieves, imaginé a la Bella Durmiente. Imaginé a Julieta rota en los brazos de Romeo, y al revés.
-¿Tienes miedo?
-¿De qué?
-Del beso.
-No. - mentí
-¿Puedo repetir?
-No. –mentí.
-Quieres que me vaya.
-Por favor – mentí.
-¿Puedo volver a verte?
-No – mentí.
-No te librarás de mí.
-Ojalá – mentí.
Se separó de mí y sonrió. Fue rápido al intentar volver a besarme, pero más rápida fui yo al girar la cabeza hacia un lado. De nuevo los muros se habían reestablecido, pero la grieta estaba hecha, y me dolió todo el cuerpo cuando sus labios solo rozaron mi mejilla. Lo controlé.
Esperé frente a la puerta a que se marchase. Recé por que dedicase una última mirada hacia atrás, pero no lo hizo, nunca. Se fue, caminando, con los brazos dejados caer, muertos, cansados. Iba envuelto en una manta de victoria, y aunque no lo pude ver, sabía que en su rostro una enorme sonrisa decoraba aquellos ojos en los que me podría perder mil vidas.
Cuando desapareció, entré en casa, y lo primero que hice fue mirarme en el espejo, sabía que mis padres estaban en casa. Mi boca parecía brillar, rojo fosforescente, y mi nariz daba la impresión de medir kilómetros por mentir. Me acaricié los labios, todavía tenían su calor, brillaban por el roce. ¿Por qué pasaba? Sonreí sin más y entré del todo en la casa.
-¿Dónde has estado? – preguntó mi padre. Nada sobre mis labios, nada sobre mi nariz. Nada sobre el monstruo desatado en mi interior. Para él todo seguía igual.
-Me agobié y salí a dar una vuelta – contesté. Ni rastro del vencedor, todo muro, todo frío, ladrillos, cemento, soledad.
-Ah. Si quieres comer algo hay sobras en la nevera – se giró, dejó de mirarme.
-No tengo hambre – silencio - ¿Y mamá?
-Tenía que trabajar hasta tarde, no creo que la veas llegar - ¿Por qué era tan frío? ¿Por qué era tan distante? Yo tenía recuerdos suyos riendo, recuerdos felices. ¿Por qué era una estatua? ¿Por qué su interior era gélido? Era una estatua de hielo.
Me fui a mi cuarto, cerré la puerta por primera vez en mucho tiempo. Tumbada en la cama, con un dedo en los labios, tal como Marcos había hecho, me quedé dormida. Ni siquiera recuerdo si soñé, pero si lo hice, posiblemente fue con aquel beso.