viernes, 9 de septiembre de 2011

Una huida hacia delante. 12.2

- ¿Has entendido lo que te he dicho? ¿Aunque no lo hayas sentido? – me dolió aquella última pregunta. Era como si no fuera humana, como si fuese incapaz de sentir. Aquel pinchazo fue la respuesta a la pregunta.
- – contesté sin explayarme.
-Aunque no crea en la monogamia, quiero a Juliette. Es abierta, es divertida, desinhibida. Es quizá por ello por lo que debí saber que no debía encapricharme con ella – no supe exactamente qué era lo que sentí con aquellas palabras. Después de mucho tiempo, echo la mirada atrás y se que era envidia lo que hervía por mis venas aquella sangre que parecía ser fría a ojos del mundo. - ¿Sabes qué?
-Dime
– tenía la mirada fija al suelo, las manos en los bolsillos, y caminaba solo por inercia. Recuerdo que pensaba en la soledad y el amor, en cómo estaba tan cerca de una como lejos de la otra, y notaba despertar esa parte más humana que había dejado apartada a cambio de ser el orgullo de mis padres. Estaba volviendo a nacer en aquel momento, y supuse que, como si fuese un parto verdadero, tardaría en madurar aquel feto emocional que parecía salir de mí.
-Creo que no eres tan fría como aparentas. Que tienes mucho amor dentro, contenido. – me paré en seco. Él se paró, se puso frente a mí, cara a cara – creo que me gustas – me sonrió y me puso una mano en la mejilla. Se fue acercando, mirándome a los ojos, lento, muy lento, como si no quisiese asustar a la presa que iba a cazar. Mi única respuesta fue quitar su mano de mi rostro y soltarlo con fuerza hacia el vacío, me eché hacia atrás.
- ¿Cómo eres capaz de decirme eso después de haberme contado que quieres a Juliette?
-También te he dicho que no creo en la monogamia.
-Ya, pero yo sí.
-¿En serio?
-Quizá. Pero eso no evita que me sienta como un segundo plato. Además de conocernos de un día.
-Por eso mismo, porque nos conocemos de un día, no te pido amor eterno. Solo te digo que CREO que me gustas
– fue ese verbo, esa duda que ofrecía, la que creó confusión en mi interior hasta el punto de relajarme, porque no sabía qué sentir.

La conversación la zanjé ahí, y retomé la marcha hacia mi casa, acelerando el paso. Marcos iba detrás de mí, implorándome de vez en cuando que parase, que no habíamos terminado. Yo no lo creí así, e ignoré sus peticiones.

Saqué las llaves de mi bolsillo unos segundos antes de llegar a mi portal con la intención de abrir rápidamente y entrar antes de que Marcos tuviese tiempo de alcanzarme, frenarme, hablarme con su voz de bohemio seductor. Pero él también se percató, y antes de entrar al portal él ya me había alcanzado.
Me giré de golpe con la intención de gritarle, y me encontré de frente con su pecho. Sus brazos, a ambos lados de mi cuerpo no hacían más que arrinconarme, y su cuerpo me instaba a que anduviese hacia atrás hasta que mi espalda se topó con la puerta. Tragué saliva, y en aquel momento me pareció obscenamente sonoro.
-No se qué es de ti. Tu rectitud. Tu decoro. Tu orgullo. Tu razón. Ese corazón que oigo palpitar aunque quieras esconderlo… No se qué es, pero me gusta.
-No haces más que decir tonterías.
-Es posible. Pero son ciertas.
– volví a tragar saliva. Parecía que mi garganta se había propuesto llevar a cabo unos cuantos recitales en vez de silenciarse – Déjame conocerte. Déjame que me olvide del mundo, de Juliette. Déjate hacerme olvidar. – me temblaba el labio inferior. Lo supe porque Marcos lo frenó con su dedo. Suave, cálido. Sabía que me miraba la boca por que yo miraba sus ojos, me perdía en ellos, como me perdía en sus palabras, como me perdía en su olor que, de la proximidad de nuestros cuerpos, me envolvía sin compasión y me hacía no querer parar de respirar.
-Marcos, yo no soy así…
-No sabes que lo eres.
-Llevo muchos años viviendo conmigo.
-Eso no era vivir. Déjame que te enseñe la vida.
-Marcos, no…
- bajó una mano a mi cintura, lentamente, casi no me di cuenta hasta que se posó en mi ropa, hasta que el calor que desprendía penetró aquella tela fina y chocó con el invierno que había en mi piel. Aguanté la respiración. Se acercó a mí. Pretendí echarme hacia atrás, pero no pude, aunque en el fondo, tampoco quise, la puerta me frenaba. Puse una mano en su pecho, un límite que eliminó al quitar su mano de mi rostro y ponerla sobre la mía. La condujo hasta su hombro, después fue ella sola, como si se supiese el camino de memoria, como si supiese lo que había que hacer, lo que iba a venir ahora. Le habría rogado que me dijese al oído todo lo que sabía, porque yo vivía desconocida.
-Un beso.
-Marcos…
-Solo uno.
-Marcos yo no…
-No me importa.
– Se acercó lentamente. Sus ojos iban de su boca a los míos, se paseaban, se entretenían con mi nariz, y volvían a moverse. Los míos se fueron cerrando, mi cerebro no quería ver lo que pasaba, no hacía más que decirme que escapase, que le pegase, que huyese de ese mundo, de esa compañía, pero sin saberlo acababa de descubrir que aquella barrera que la cabeza imponía sobre el corazón era fácilmente rompible, y que con el mismo uso de la cabeza podía derrotarla. La fuerza de voluntad se me escapaba a montones por la nariz, con cada respiración. Mientras mis párpados caídos se negaban a mostrarme la imagen que a cámara lenta se sucedía en el exterior de mi cuerpo, mi boca no paraba de repetir las mismas palabras, una y otra vez, bajo las órdenes de un cerebro roto por la desobediencia de un cuerpo que solo anhelaba actuar acorde a lo que quería, no a lo que debía querer.
-Marcos… No,… por favor… Marcos… - ni siquiera sentía lo que decía, no lo sabía, porque una pequeña batalla se libraba en mi interior, y esas palabras no eran más que el coro del bando vencido que pretendía herir hasta el último momento, hasta que tuviese que retirarse a favor del vencedor. ¿Quién era el vencedor? ¿Por qué no lo había conocido? El vencedor era aquella parte de mí, oculta, un pequeño resquicio de sentimiento que había permanecido ahogado en las entrañas de un corazón amurallado, frío, congelado. El vencedor era el deseo, la libertad, era romper con lo que hasta ahora era mi vida. Y aunque fue solo una pequeña parte, un centímetro de anhelo el que asomó por mi alma, fue capaz de romper las defensas de una vida dedicada a la huida de lo humano, de lo que debilitaba. El vencedor era aquel elemento oculto. Era sed, era hambre. Me entregué al pequeño resquicio del vencedor.
Y me besó.
En los labios.
Besó los labios.
Se separó.
Abrí los ojos. Su nariz junto a la mía. Sus ojos abiertos también. Mirándome. Estaba aturdida, descolocada, quizá asustada. Imaginé a Blancanieves, imaginé a la Bella Durmiente. Imaginé a Julieta rota en los brazos de Romeo, y al revés.
-¿Tienes miedo?
-¿De qué?
-Del beso.
-No.
- mentí
-¿Puedo repetir?
-No.
–mentí.
-Quieres que me vaya.
-Por favor
– mentí.
-¿Puedo volver a verte?
-No
– mentí.
-No te librarás de mí.
-Ojalá
– mentí.
Se separó de mí y sonrió. Fue rápido al intentar volver a besarme, pero más rápida fui yo al girar la cabeza hacia un lado. De nuevo los muros se habían reestablecido, pero la grieta estaba hecha, y me dolió todo el cuerpo cuando sus labios solo rozaron mi mejilla. Lo controlé.

Esperé frente a la puerta a que se marchase. Recé por que dedicase una última mirada hacia atrás, pero no lo hizo, nunca. Se fue, caminando, con los brazos dejados caer, muertos, cansados. Iba envuelto en una manta de victoria, y aunque no lo pude ver, sabía que en su rostro una enorme sonrisa decoraba aquellos ojos en los que me podría perder mil vidas.

Cuando desapareció, entré en casa, y lo primero que hice fue mirarme en el espejo, sabía que mis padres estaban en casa. Mi boca parecía brillar, rojo fosforescente, y mi nariz daba la impresión de medir kilómetros por mentir. Me acaricié los labios, todavía tenían su calor, brillaban por el roce. ¿Por qué pasaba? Sonreí sin más y entré del todo en la casa.

-¿Dónde has estado? – preguntó mi padre. Nada sobre mis labios, nada sobre mi nariz. Nada sobre el monstruo desatado en mi interior. Para él todo seguía igual.
-Me agobié y salí a dar una vuelta – contesté. Ni rastro del vencedor, todo muro, todo frío, ladrillos, cemento, soledad.
-Ah. Si quieres comer algo hay sobras en la nevera – se giró, dejó de mirarme.
-No tengo hambre – silencio - ¿Y mamá?
-Tenía que trabajar hasta tarde, no creo que la veas llegar
- ¿Por qué era tan frío? ¿Por qué era tan distante? Yo tenía recuerdos suyos riendo, recuerdos felices. ¿Por qué era una estatua? ¿Por qué su interior era gélido? Era una estatua de hielo.

Me fui a mi cuarto, cerré la puerta por primera vez en mucho tiempo. Tumbada en la cama, con un dedo en los labios, tal como Marcos había hecho, me quedé dormida. Ni siquiera recuerdo si soñé, pero si lo hice, posiblemente fue con aquel beso.

Una huída hacia delante. 12.1

Pasamos todos un buen rato en silencio. Aquello era un vacío incómodo, pero inevitable. Solo el ruido del motor y el aire pasando fugaz entre nosotros rompían aquel ambiente hostil amenizándolo con su rugido suave en nuestros oídos. Más de una vez intenté conversar con Juliette, o con Marcos, pero las miradas, el silencio, nos echaba hacia atrás, nos retraían y cohibían. Nosotros mismos nos partíamos en silencio en reproches oculares.
-Alma, te importa si en vez de dejarte en tu portal, te dejo un par de calles más allá? – Juliette rompió el silencio de una vez por todas. La miré sin saber qué decir – Estarás a cinco minutos de tu casa, no más.
-Ah, claro, claro, no importa – dije, con una pequeña sonrisa dibujándose en mis labios.
-Yo me bajo con ella – miré de golpe a Marcos, sorprendida. Él me miró – si no te importa.
-No, no me importa, tranquilo. – Juliette nos miró preocupada a través del retrovisor. Buscó contacto visual con Marcos, pero él no se lo otorgó Como si la castigase, como si quisiese hacerla pagar por aquel beso que habíamos visto en la playa. ¿No era él tan abierto? Si la amaba ¿por qué no se lo había dicho y se evitaba aquel sufrimiento? Quizá si Juliette supiese lo que él sentía por ella, trataría de moderarse cuando estuviese con él, o quizá terminasen juntos, como un precioso cuento de hadas en el que el príncipe y la princesa comen perdices… Cuando lo pensé, un pinchazo de envidia me oprimió el estómago. Lo dejé salir con un suspiro, y una débil sonrisa para fingir que no pensaba en cosas importantes. El ambiente volvió a cerrarse en una burbuja asfixiante que nos cerraba el paso de oxígeno haciéndonos jadear por dentro mientras por fuera, nuestros poros exudaban la necesidad de salir corriendo de allí.

Tardamos más de lo que yo habría querido en llegar al destino propuesto. Me bajé del coche y un segundo después Marcos también se bajó. Me quedé mirando a Juliette con intención de despedirme, pero las palabras se aglutinaron en mi boca de manera desordenada, sin conseguir salir. Me encogí de hombros y me di la vuelta para comenzar a andar. Ni siquiera esperé a que ella dijese algo, o a que se fuesen. Noté su mirada en mi espalda, como si Juliette sí que esperase algo de mí más allá que el irme, pero preferí no hacerle caso. Por fin escuché al dar cuatro pasos el ruido de unas ruedas acelerando sin compasión sobre el asfalto, queriendo dejar atrás la incomodidad, el desasosiego. Marcos se puso a mi lado al caminar, y como Juliette, no dijo nada. Parecía esperar a que yo dijese algo. No parecía saber que era bastante negada en las relaciones interpersonales. Aun así, me esforcé, notaba la incomodidad, me molestaba, no la quería cerca de mí.
-¿No te pilla esto muy lejos de casa? – fue la única pregunta coherente que me salió de la cabeza, y ni siquiera me molesté en mirarlo cuando pronuncié cada sílaba. Mantuve la mirada al frente, la cabeza bien alta. Por el contrario, noté su mirada en mi sien, perforándome la cabeza, intentando leer lo que pasa por mis neuronas.
-No me importa caminar – contestó de manera que no daba más pie a una conversación que podría haber nacido. Sentí la frustración de aquel intento muy cerca, y una vez más el silencio se apoderó de aquella atmósfera, envenenándola lentamente de pensamientos que divergían. – Te explicaría lo que siento en estos momentos, Alma. Te haría partícipe de mi rabia, de mi miedo, de mis ansias, de mis necesidades, de verdad que lo haría, pero para eso necesitaría que alguna vez en tu vida te hubieses enamorado, mínimamente. Y tú misma has dicho que no lo has hecho. Si no partimos de esa base, no puedo explicarte nada, de verdad. Puedo intentarlo, pero no lo entenderías – fue como si un dispositivo se encendiese en su cabeza, como si algo le dijese que estaba mal lo que había dicho, que por algún extraño motivo yo me merecía una explicación, aunque no la hubiese pedido.
- Hazlo, no te prometo nada, pero te sorprenderías de mi capacidad de comprensión.- me miró escéptico, yo le miré segura y firme. Quizá fue eso lo que le convenció para hablar.

Posiblemente me omitiese detalles, se olvidasen momentos y las palabras en algún momento fuesen equivocadas, pero cuando comenzó a hablarme sobre el amor aminoré el paso de modo que pude retrasar la llegada a mi casa todo lo que los sentimientos de un hombre explicados como si fuesen poemas pudiesen durar en se contados. Me empezó a hablar de las mariposas en el estómago, como nauseas que gustan a la vez que molestan, la chispa de inocencia en las pupilas de los enamorados que se regalan con solo establece contacto visual, las sonrisas tontas que se te escapan cuando viajas en autobús y vas mirando por la ventanilla, los acelerones que sufren las pulsaciones del corazón cuando las pieles se rozan, cuando las palabras se entrecruzan, cuando lo pierdes de vista. Me contó que vivía enamorado de la vida, que amaba a Juliette casi tanto como a la vida, pero comprendía que la monogamia era un sacrificio por el que él mismo no pensaba pasar. Me contó que en su corazón cabían muchos amores tan intensos como el de Juliette. Me contó que los besos son sellos de amor, y que cada beso para él era una palabra, una frase no dicha, que se pasaba de boca en boca en secreto, sin que el mundo se entere, pasando a ser solo de los dos confidentes que han decidido compartirla. Confieso que poco a poco me enamoré de aquella historia del amor, de aquel sentimiento que era tan nuevo como compartir momentos con un hombre que no le importaba mostrarse débil.