domingo, 20 de marzo de 2011

Carmina burana. 3.2

Lo primero que pensé cuando salí a la calle es que no tenía a dónde dirigirme. Con el poco tiempo que había pasado en explorar los alrededores de mi casa, no tenía un sitio propio, no había conocido lugares hermosos, y en consecuencia, no sabía qué fotografiar. De todas maneras, tampoco me quedaba papel para muchas fotos, quizá una, quizá dos. No lo sabía con exactitud, aunque determiné que en breves lo sabría. Y así, sin tener idea de dónde ir para fotografiar algo digno de ello, me dejé llevar por la espontaneidad de mis pasos, que me llevaron sin saber mi mente dónde iba. Con el paso del tiempo y de los metros comencé a oir unas voces gritando, pasos acelerados sobre cemento y una superficie acolchada. El muro al lado del cual caminaba terminó por fin, descubriéndose tras él un parque que parecía reciente. Con mis manos rodeé los barrotes que formaban una de las dos puertas que me separaban de aquel paraíso infantil.
Un largo tobogán rojo encabezaba el conjunto de mecanismos de diversión. Al lado de este, un par de columpios verdes que mecían a dos niños extasiados de risas y diversión. Un par de metros a un lado, una red para escalar de pequeñas dimensiones conectaba el suelo con un puente que parecía llevar a otra dimensión, pues cuando los niños terminaban de atravesarlo, parecían salir convertidos en piratas, corsarios, vaqueros o indios. Sus risas eran contagiosas, como la atmósfera inocente y despreocupada que los envolvía, y que contrastaba con las miradas protectoras de las madres que temían que se hiciesen daño. Sin duda, me pareció una bonita imagen, tan bonita como para hacer mi primera fotografía.
Me llevé la cámara a la cara despacio, saboreando la realidad que mis ojos me daban, la alegría visible, hasta que el objetivo se puso frente a mi pupila. Y la imagen cambió hacia un mundo cristalizado en el cual la luz se fragmentaba de manera delicada y constituía para mi cerebro una delicia de colores distorsionados que quedaron atrapados en aquel papel de fotografía en el mismo instante en el que mis dedos presionaron el botón. Bajé la cámara, la dejé colgando sobre mi cuello y cogí la futura fotografía antes de que cayese. El ambiente no había cambiado después de capturarlo, sin embargo algo en mí sí que había cambiado. Sentía el estómago encogido, y no puedo negar que mi mente no dejaba de dar vueltas a la asignatura cuyo libro me esperaba cerrado en el escritorio de mi cuarto. Sin embargo, el viento en mi cara conseguía aliviar esas ganas de correr hacia mi habitación y aislarme del exterior.
Miré la fotografía mientras echaba a caminar. Se iban dibujando lentamente las figuras, contornos, colores, y finalmente las expresiones. Si bien aparecían movidos los cuerpos, el arrastre del color de sus rostros, de sus camisetas y pantalones le daba aún más alegría a la instantánea. Me sentí satisfecha con mi trabajo, que, aun pobre en técnica y precisión, engatusaba a mi mirada.

Caminaba ensimismada hacia mi casa, ahogada en el recuerdo de la foto, como normalmente me ahogaba en mis utopías. Por fuera yo era cisne blanco, pero cuando mi subconsciente tomaba el control, una faceta que desconocía asomaba por las sombras para dejarse adivinar vagamente, mostrándome imágenes sobre algo que no entendía pero que una parte oculta de mi alma deseaba fervientemente. Y luego desaparecía, sumiéndome en la incertidumbre, el desasosiego, la perdición de no tener controlado todo lo que pasaba por mi mente.

Suspiré exasperada mientras seguía caminando, observándome los cordones de los zapatos. Me paré en seco y me agaché para atármelos. Alguien me dio un golpe fuerte en un hombro, haciendo que me cayese hacia atrás, quedando sentada en el suelo. Abrí los brazos indignada al mismo tiempo que subía la mirada para ver quién había tropezado conmigo. - ¡Eh! ¡Cuidado! ¡Mira por dónde vas! - exclamé, terminando por encontrarme con un rostro femenino algo bronceado que me miraba con expresión de disculpa.
-Perdona, tía - me dijo como pudo, con un cigarro en la boca y tendiéndome sus dos manos para ayudarme a incorporarme. Rechacé con desdén su oferta de ayuda levantándome yo sola.
-No soy tu tía - dije con tono irritado, golpeándome levemente el pantalón para quitar el polvo que haya podido coger al caer.
-¿Te ayudo? - preguntó a la vez que me tiraba el humo a la cara, quizá sin querer, quizá queriendo. No me dio tiempo ni siquiera a pensarme la respuesta, pues enseguida tenía su mano golpeando mi trasero, cosa que me incomodaba y a la vez me irritaba considerablemente.
-¡Para! ¡Para! - exclamé, apartándome de ella - ¡No he dicho que me ayudes!
-Lo siento, ¿eh? - dijo apartándose, llevándose una mano a sus labios pintados rojos carmesí, que contrastaban con su piel un tanto morena y su pelo moreno con reflejos rojos. En sus grises iris podía ver mi imagen indignada. Me tiró el humo de nuevo a la cara, a la vez que empezaba a sonar una melodía que me resultaba conocida pero que no sabía ponerle nombre.

LA chica se dejó el cigarro en los labios para buscar con ambas manos , en su mochila llena de dibujos estrafalarios hechos en rotulador, lo que sonaba, que debía ser el móvil - Joder, joder, joder, joder, ¿dónde está? -
Me crucé de brazos impaciente. ¿Qué hacía esperando? Me agaché rápido para hacer el nudo en los cordones que se había quedado a mitad. Arranqué a caminar de nuevo cuando la música del móvil paraba. La voz de la chica me detuvo - ¡Espera, espera! - exclamó alzando la voz. Sacó al fin el móvil de la mochila. - Joder, no he llegado a tiempo - Me dedicó una sonrisa que me resultó curiosa. Sus dientes caninos montados, desalineados respecto al resto de la dentadura le daban un toque travieso a aquella imagen caótica que arrastraba. El color blanco nieve de su dentadura dejaba atrás el color amarillento que se espera de los fumadores, además de hacer el rojo de sus labios aún más rojo. Me tendió la mano mientras guardaba el móvil.

-Soy Juliette - Se presentó. Le miré la mano tendida sin moverme. Después alcé la mirada hasta su rostro. Había algo en él, sus ojos grises, sus labios rojos o su piel morena, que despertaba esa sombra de bestia que ocultaba a la bella, y me incitaba a fotografiarla eternamente. Y sin embargo me quedé quieta, mirándola a los ojos, perdiéndome en ellos sin quererlo realmente. Bajó su mano.

- ¿Te has hecho daño? - Preguntó, aguantándome la mirada y dando otra calada al cigarro, y tirándolo al suelo para pisarlo. Y tiró el humo hacia arriba.
-Lo siento, me tengo que ir - dije, desviando la mirada hacia otro lado, y echando a andar. Me habían enseñado a no hablar con desconocidos. La voz de la chica, de Juliette, esta vez no me detuvo. Cuando me giré para deleitar a la bestia con la figura curiosa y atractiva a mi parte oculta de fotógrafa enfermiza, ya no estaba. Y seguí caminando al frente.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Carmina burana 3.1

Pasaron los días y aquel cajón en el que tenía todos los recuerdos que accedí a guardar quedó sellado, olvidado, presente en el cuarto pero desaparecido en mi lista de prioridades. Terminé el segundo curso de medicina, atendiendo a lo que me caracterizaba. Orden, pulcritud, seriedad, soledad.


Pasaron las semanas y sin duda, en mi vida se hacía cada vez más patente mi tendencia a la soledad, a la indiferencia respecto al resto de seres humanos. Intercambiaba saludos, diminutas sonrisas, movimientos leves de cabeza, y palabras justas en las prácticas con mis compañeros de clase, pero más allá de ello, de aquellas paredes que englobaban un mundo en el que se me obligaba a socializar lo mínimo, no tenía a nadie más que mis padres. Realmente, no es que no quisiese tener amigos. La verdad era que me moría por tener a alguien con quien reír, con quien llorar, a quien abrazar. En mi interior me encontraba mal. Sin embargo, los amigos de mi infancia crecieron, como yo, y fuimos por caminos divergentes, ellos los que se iban construyendo, yo, el que me construían mis padres. No fui capaz de negarme a vivir una vida preestablecida, y por entonces ya estaba demasiado acostumbrada a la rutina y el enclaustramiento en mi mente que representaban las calificaciones excelentes.


Pasaron los meses y volvió a empezar el curso, uno nuevo, tercero. Algunos nuevos compañeros, otros viejos, ya conocidos. Y con todos el mismo protocolo de comunicación. Volví a mi sitio en primera fila, nadie se ponía jamás ahí. Quizá fuese ese uno de los motivos por los que la gente rehuía, ni siquiera compartíamos el interés por sentarnos en un lugar del aula. Si ni esa nimiedad era común con el resto de la humanidad, ¿qué me decía a mí que iba a socializar de algún modo? De pequeña era todo más fácil, había algo por lo que todos me admiraban, me aceptaban. Algo que les enamoraba tanto como a mí, además de tumbarse bajo los almendros en flor a olerlos y dejar que los pétalos cayesen sobre nuestros rostros. Un día cualquiera, pensando en todo aquello, recluida en mi habitación y con Carmina Burana sonando de fondo en el silencio que me envolvía cuando estudiaba o intentaba hacerlo, abrí de nuevo una puerta a mis recuerdos, como ya había hecho casi un mes atrás, pero esta vez con la intención de examinar en qué momento pasé de la compañía del hombre a la compañía de los libros. El punto de inflexión se me hizo claro, se materializó en mi mente como una imagen. Un hospital. El antes y el después. Qué había y qué desapareció.

Dejé caer el bolígrafo en la mesa, y me impulsé sobre mi silla de ruedas hacia los cajones, con fuerza. Había dejado una lección a medias solo por aquel pensamiento. Y el corazón, de nuevo, me latía rápido. Tragué saliva con dificultad y me humedecí los labios con la lengua, comenzando a notar subir de mi estómago la necesidad, la lascivia del objeto que ahí había guardado. Estaba segura de que eso era la causa de estuviese sola. Era el punto en el cual todo había cambiado. La muerte de mi abuela, dejar de lado la fotografía (y con ello, aquel sentimiento que aceleraba la sangre por mis venas a la par que mi respiración) todo aquel remolino de imprecisiones, de desvaríos me había movido hasta lo que era ahora. Claro que era muy fácil culpar a seres ajenos a mí de todo lo que estaba aconteciéndome, del futuro que me había construído, que me había ganado a pulso por dejarme llevar por las decisiones de mis padres sin buscar lo que era mejor para mí. Todo por ellos, para ellos, y ahora no tenía nada. Miré mi cuarto. Di una vuelta completa, 360º, para observarla entera. Ni un ápice, ni un rastro de mi presencia durante años, impecable, impoluta. Por primera vez me molestó, me sentí en una habitación que no era la mía. Y las sensaciones que en un principio adoraba de aquella perfección, comenzaron a molestarme suavemente en mi interior, como una diminuta espina que se clavaba lentamente. No, no me gustaba. No me sentía a gusto.

Suspiré, era mi habitación, desde siempre. Olía a mí. Representaba lo que yo creía que era yo misma, lo que había dentro de mí. Pero ¿mi personalidad era así de simple? ¿De blanca? Suspiré de nuevo, no podía permitirme aquellos pensamientos, ya era suficiente con no estar frente al libro estudiándome un futuro, como para tener dudas existenciales. Mi habitación era así porque me gustaba a mí. Yo había decidido que quería hacer medicina. Yo elegí alejarme de la sociedad porque no entendía lo que yo quería, me tomaban por loca por pasarme horas y horas delante de un libro sin salir a respirar aire fresco, sin tener comunicación con alguien de mi misma especie. Y yo había determinado que aquellos que me tomaban por loca no podían tenerme cerca.

Abrí el cajón, y el aroma de mi habitación cambió. Quizá no perceptible para cualquier otra persona, pero para mí adquirió todo otro tono. No se si me molestó o me gustó, pues en aquella maraña de líos y existencialismos no sabía aclararme entre lo que quería y lo que no. Allí estaba todo igual de ordenado como lo dejé la otra vez, alineado, casi milimetrado para aprovechar el mayor espacio posible. Saqué la cámara sin desestructurar el resto de los objetos, y con u impulso similar al que hice para acercarme a los cajones, me alejé hacia la mesa. Cerré con una mano como pude el libro y lo aparté del centro de la mesa, para poner un folio en blanco en ese lugar, y colocar ahí la cámara. Justo en el centro. La observé durante unos instantes, y recordé que la última vez que la había usado no había comprobado su estado. Quizá era hora de hacerlo, por hacerle un homenaje al recuerdo de mis abuelos, pues por algo me dieron a mí la cámara hace tanto tiempo, suponían que estaría bien entre mis manos. Me desesperé, esto se alejaba de mi conducta. Era la dichosa cámara y lo que la rodeaba, que era adictivo, necesario para sentirme viva, despertar de ese estado de latencia en el que me encontraba durante todos los años anteriores.

Cerré los ojos e intenté recordar cómo se abría aquel aparato. Las manos me fueron solas. Primero por un lado, después por el otro, conscientemente no tenía ni la más remota idea de lo que tenía que hacer, de lo que estaba haciendo. Sentía miedo de romperla, y sin embargo las manos, hábiles como si llevasen toda una vida estudiando para hacer aquellos movimientos, supieron ingeniárselas ellas solas. Comencé a salivar, a llenar mi mente de fotografías, posibles capturas y retratos. Pensé en las personas de mi alrededor que merecían ser retratadas. La ansiedad comenzó a llenarme. Ansiedad. Necesidad. Locura. Búsqueda de fotografía. Deseo de activar el mecanismo. Y por fin mis manos quedaron quietas. Agaché el cuerpo un poco para poder asomarme a la cámara sin tener que moverla. El folio se había manchado un poco. Lo moví para poder acceder a todos los ángulos de la cámara. Parecía que todo estaba bien. Debía comprobar cómo estaba el papel también.

Al final de la revisión, todo estaba, o creía que estaba, en condiciones para usarse. Volví a cerrar la cámara de la misma manera en que la había abierto, sin tener ni idea de lo que estaba haciendo. Pero esta vez más segura de mí misma, de mis manos, de lo que estaban llevando a cabo, con más velocidad esta vez. La necesidad apremiaba. En menos tiempo que antes, la cámara estaba montada. Me quedé mirándola fijamente, con las manos dudando si coger el cordel y ponérmelo en el cuello. Miré también el libro que había cerrado y apartado. Finalmente la cámara me pudo, y el cordón terminó abrasándome la piel del cuello, produciéndome un dulce dolor que me produjo una sonrisa lasciva. Me levanté de la silla en el mismo momento en el que la obra de Carmina daba un golpe. Me sentí elevada, como flotando. Todavía con la sonrisa en el rostro, cerré la puerta al compás de la música, de golpe y bajé las escaleras para salir a la calle, extasiada por la atmósfera que me brindaba el salirme de la rutina de manera tan atrevida. Mientras, la música seguía sonando en mi cuarto. Lo oía hasta que cerré la puerta de la calle. La música seguía sonando en mi cabeza.

martes, 15 de marzo de 2011

Recaída en la fantasía 2.2

Agité la cabeza de un lado a otro con fuerza, intentando echar de mi cabeza todo pensamiento que me pudiese hacer desistir de guardar mi pasado en un trastero, incluso tirarlo y borrarlo de por vida. No me gustaba, no quería tenerlo en mí. Me dolía, y más ahora que me había encontrado de frente con él, en vez de que todo hubiese ido según el cobarde plan que había pensado. Cuando me vi preparada para continuar, volví a meter la mano en aquel armario sin mirar lo que me podía encontrar. Mis dedos se chocaron con algo frío, resbaladizo, agradable al tacto. Lo cogí con las yemas de mis dedos, adhiriéndome a aquel objeto con la piel. Tiré de mi brazo y saqué de la oscuridad aquella forma indefinida que se dibujó con la luz del cuarto hasta aparecer ante mis ojos en forma de cámara. La tuve unos segundos suspendida en el aire, cogida únicamente por mis dedos, y con su cordón colgando. Me ardía el contacto con ella, me dolía y a la vez me gustaba. La puse segura, apoyada en mi pierna derecha, y le quité el polvo con cuidado, dejándole de nuevo con el color que por mis vanos recuerdos borrosos podría haber afirmado que era el original.

Me la colgué al cuello, volviendo a sentir la misma inocencia infantil que cuando me puse la bufanda. Acaricié el contorno del aparato, conteniendo la respiración mientras mi piel estaba en contacto con la superficie de este. Mis dedos se movían solos, como gusanos hábiles que conocían el camino, lo que debían hacer en cada instante, y se dispusieron preparados para accionar el mecanismo de captura de la imagen. Antes de que lo hicieran, y sin saber si la cámara funcionaría o no, me levanté rauda y me asomé a la ventana de mi cuarto. Había almendros en flor decorando el paisaje visible a través de ese agujero cristalizado. Me llevé la cámara a la cara y, click, fotografié los árboles como fotografiaba las nubes cuando tenía cinco años. El corazón me iba a mil por hora, bombeando la sangre a una velocidad vertiginosa. Me encontraba excitada, alterada, como si tuviese necesidad de una droga, una necesidad que había guardado durante años, y que ahora salía disparada llenando mi cuerpo de un éxtasis que me volvió loca por un instante. Me acaricié el cuello para tranquilizarme, entrando en contacto el calor de este con el frío de mi mano. Me quité la cámara con cuidado, pensando unos instantes si guardarla en la caja y abandonarla al polvo del recuerdo. o dejarla fuera y volver a aquellos tiempos de la magia vista a través de un cristal.

Finalmente aquella pasión enfermiza que había nacido en mi cuerpo cuando había entrado en contacto con aquel aparato pudo más que mi determinación por poner orden en el pasado y guardar todo aquello que me evocase su existencia. Ni siquiera sabía si quedaba más papel para continuar haciendo capturas de la realidad, o si me quedaba algo pero estaba caducado e inservible. Quizá la fotografía que acababa de hacer salía mal, o quizá tenía suerte y al menos esa se salvaba de mi ineptitud por no haber mirado antes si estaba en condiciones de ser utilizada o no. No sabía nada de todo esto en aquel momento, y tenía la extraña sensación de que si hacía por averiguar hasta dónde podría durar la funcionalidad de esa cámara, entraría en un ciclo, una espiral auto-destructiva que entraría en contradicción con lo que era en aquel momento. Me daba miedo romper con mi sobria estabilidad por encontrarme con algo de frente que fuese incapaz de tumbar, de derrotar, por encontrarme con un deseo que escapaba a lo que me habían enseñado que debía buscar. Estabilidad, formalidad, dinero.

Pasé toda la tarde seleccionando objetos, decidiendo si quedármelos o guardarlos en la caja, mientras la cámara me llamaba constantemente a utilizarla, me incitaba a abandonar aquel propósito firme de re-estructurar mi armario y dejarlo de nuevo ordenado, pero mas vacío, con vistas a llenarlo pero sin saber de qué. Terminé por quedarme las fotografías que en un principio había guardado, y la bufanda naranja, que todavía olía a mi abuela a pesar de haber estado en contacto con el aire y que este le hubiese arrebatado parte de su encanto y aroma. También me quedé con la cámara, y un par de libros de niños que fueron mis favoritos cuando aprendí a leer. Por lo demás, camisetas, más libros, collares, diademas... todo fue abandonado en las cajas de cartón, con destino de viaje el olvido de mi mente. Vacié también un cajón de madera de los cuatro que tenía en mi cuarto, en el cual había tenido hasta ahora folios en blanco perfectamente alineados, que fueron a parar a una estantería, al lado de un bote del mismo color madera que los cajones y que el resto del mobiliario la habitación, en el cual solo habían bolígrafos negros. En aquel cajón guardé todo lo que me había quedado, estableciendo un orden paranoico de cada una de las piezas, las cuales tenían su lugar exacto, medido, en la superficie de madera de su nuevo hogar, el cajón.

Con tres cajas de cartón llenas de objetos, ordenados igual que en el cajón, como si fuese un tetris, con una simetría y exactitud que con años me había afanado en practicar y desenrollar, di por terminado el borrado de mi pasado de aquella habitación. Cerré el armario y me giré hacia el resto de la habitación. Habría retirado objetos de esta si los hubiese tenido, pero en aquel habitáculo en el que había pasado mañanas tardes y noches poco quedaba que le diese subjetividad al lugar. En ocasiones me daba la sensación de vivir en una habitación preparada por alguna tienda, y lo más extraño es que me sentía orgullosa de ello. De la pulcritud que destilaba el maniático orden con el que mantenía todo objeto puramente útil distribuido por el lugar. No había fotografías, no había libros más allá de los didácticos que poco a poco, año tras año, poblaban mis estanterías.

Bajé las cajas al trastero, una por una. Tres viajes tuve que hacer al final del todo. Con la última caja me quedé expectante, rodeada de la humedad del lugar en el que iba a dejar los recuerdos físicos. Escribí en ellas con rotulador negro "Infancia Alma - frágil", por si alguna vez quería volver a empaparme del pasado, recordar lo que había olvidado. Mientras observaba las cajas unos últimos segundos, quería pensar que las cajas se moverían, que me gritarían que no las olvidase. Lo quería, durante unos breves segundos. Cuando tuve consciencia de lo que mi mente se figuraba, cerré rápida la puerta, tratando de explicarme objetivamente por qué estaba haciendo eso, y me convencí. Apagué las luces, y subí lentamente al comedor, olvidando voluntariamente qué es lo que me había quedado, para no caer en sus garras.

lunes, 14 de marzo de 2011

Recaída en la fantasía 2.1

- Nueve años después -

Habían pasado nueve años desde el accidente de tráfico de mis abuelos, y dos años desde que había ingresado en la Facultad de Medicina sin problemas. En todo ese período de tiempo mi vida se basó en facilitar la existencia a mis padres con nulos quebraderos de cabeza, sometiéndome al futuro que ellos escribían por mí. Me dejaba llevar por sus decisiones, poniendo por mi parte el estudio y las calificaciones brillantes. Sin duda, fui una hija modelo. Ellos lo decían a sus amigos, me elogiaban mientras yo, en una esquina, casi oculta de la luz y la sociedad, leía Romeo y Julieta y soñaba con que un hombre se enamoraría de mi apariencia dulce y frágil, de mi cerebro trabajado, sin tener que trabajar, sin tener que hacer nada. Me daba igual si mi sueño coincidía con la novela o no, mi imaginación tergiversaba su propia historia, su propio clásico, a partir de las palabras del ilustre Shakespeare.

Un día de aquel año, sin saber el motivo exacto, decidí hacer limpieza de mi cuarto, que había permanecido intacto en cuanto a decoración durante todo este tiempo, acumulando recuerdos que me asfixiaban e impedían que los pocos acontecimientos que sucedían en mi día a día se fuesen quedando guardados. Creí conveniente empezar por el pasado más olvidado. De modo que compré cajas de cartón para guardar todo aquello que perteneciese a mi pasado, y me encaré con un armario, que a pesar de la abundancia de objetos que guardaba en su interior, se encontraba perfectamente ordenado, como reflejo de mi vida y el paso de esta. Suspiré y me puse las manos en la cintura, haciendo tiempo hasta comenzar con el vaciado. Aquel arranque de necesidad de eliminar posesiones materiales, que simbólicamente representaban posesiones metafísicas que iban más allá de lo perceptible por cualquier otra persona que no fuese yo, podría haber sido interpretado por algunos como la búsqueda de cambiar mi vida, y que para ello yo había optado por darle un giro a todo, borrar principios, correcciones, pasar de ser perfecta a la imperfección completa. Pero yo no quería cambiar mi vida, era la vida la que me quería cambiar a mí. Estaba tranquila en mi habitación, con mis recuerdos guardados, con mi presente escrito en libros y libros de medicina que constituían los pilares de mis tardes, el único pasatiempo que con el tiempo había hecho mi motivo de existencia, mi vida entera.

Conté uno, dos, tres, y me senté frente a la parte más baja de aquel armario, cruzando las piernas cual experta en meditación. Alargué el brazo y acerqué la caja que más próxima tenía. Agaché el cuerpo hacia delante y comencé a sacar objetos. Lo primero que obtuve de aquel baúl de los recuerdos con forma de armario fue una bufanda que había pertenecido a mi abuela, doblada con el cuidado que yo misma profesaba hacia los objetos agenos. Aguanté la respiración. Hacía muchos años que había decidido cerrar la puerta a aquel oscuro día, y jugar a que aquellos dos ancianos de sonrisa afable y buenas palabras estaban de viaje. Con 20 años y la bufanda de mi abuela plegada sobre las palmas de mis manos se me hacía imposible seguir con aquel ficticio juego. Con las manos temblorosas, reencontrándome con los lamentos silenciados por la necesidad de hacerme fuerte, comencé lentamente a desplegar aquella prenda naranja, dejando escapar poco a poco el aroma a mi infancia y a mi abuela que había ido guardando en sus fibras desde que decidí guardarla. Me la acerqué rápidamente a la nariz, solo por la necesidad de recordar a qué olía ella. Escuché que algo cayó al cambiar la posición de mis brazos. Miré hacia abajo con aquella bufanda todavía pegada a la nariz y vi sobre mis piernas unos papeles rectangulares. Me anudé la bufanda al cuello, desestructurando por unos segundos mi madurez para volver a sentir en mí una niña necesitada de su abuela. Y con la terrible inocencia que me venía caracterizando desde pequeña, cogí un papel de los caídos y le di la vuelta, para encontrarme frente a frente con mi infancia, la cual había querido eliminar sin escrúpulos evitando recordarla durante mucho tiempo, y con mi sueño, que en estado latente había permanecido desde que abandoné la fotografía, por la obligación de olvidarme de vivir en favor de lo que me habían hecho entender que era madurar.

Y ahí estaba yo, retratada en aquel espejo de cuerpo entero, con mi vestido favorito, morado, con un dibujo blanco a la altura de la cintura, y aquella cámara. Levanté la siguiente fotografía, casi idéntica a la anterior, quizá un poco más desplazada a la izquierda. Poco a poco iba recordando todo lo que olvidé en su momento, lo que bloqueé en mi mente para evitar que me doliese. Una lágrima resbaló por mi mejilla, dejándome desconcertada. Hacía mucho tiempo que no lloraba, pues de pequeña determiné que era un lujo que no debía permitirme desde que vi lo que le dolía a mi madre en aquella habitación de Hospital, la 121.

Recogí todas las fotos caídas sin atreverme a mirarlas, mientras me secaba aquella dichosa lágrima. Las coloqué una encima de otra, perfectamente alineadas en una esquina de la caja. Haciendo acopio de mis fuerzas, retiré también la bufanda, inspirando profundamente aquel olor por última vez antes de guardarla en la caja junto a las fotografías. Me recogí mi pelo rizado en una coleta, recordando el mote de mi abuela. Si ahora me viese, tan recta al andar, con el pelo con matices rojizos en vez del rubio que me gastaba de pequeña, quizá ya no me llamaría pingüinita. Respecto a mi pelo, desde que se hizo perceptible aquel cambio de color, me preguntaba cómo era posible que del rubio más rubio hubiesen salido reflejos rojos que amenazaban con cubrir mi cabeza entera. Aunque se mantenían ocultos en las partes más tupidas de mi melena. No me gustaba la posibilidad de que pudiese llegar a suceder aquel cambio en mi aspecto, pues el pelo rubio uniforme me daba toda la seriedad que necesitaba en aquella postura que había adoptado para afrontar la vida.

Mi primer marzo 1.2

Al llegar al hospital, mi madre bajó rápidamente del coche sin prestar a penas atención a si yo bajaba o no. Cerró la puerta con fuerza al tiempo que yo abría la mía. Me dio la sensación de que si no llegamos a sincronizarnos a la hora de abrir y cerrar, quizá el interior del coche habría explotado por algún tipo de presión. Suspiré aliviada, sentía como si acabase de sobrevivir a un accidente de la magnitud de un desastre nuclear, o de la desaparición de tu muñeca favorita, en mi caso, de mi polaroid.
Bajé y ví a mi madre esperándome impaciente - Va, Alma, date prisa - Cerré la puerta suavemente y caminé hacia ella mientras las luces del coche parpadeaban, mi madre lo había cerrado. Di un par de saltitos para acelerar, y en cuanto llegué a su lado, ella arrancó a caminar con grandes zancadas, cogiéndome la mano con fiereza y arrastrándome tras ella. A penas tocaba el suelo para caminar, parecía que volaba a su voluntad como si fuese un globo de helio a medio llenar. O a medio deshinchar. Entramos al hospital conmigo todavía por los cielos, aquellos hombres metidos en batas blancas nos miraron (me miraron) de forma extraña. Cogí mi polaroid y les hice una captura al aire, sonriendo. Cuando mi madre paró, yo seguía flotando inmersa en la fotografía que acababa de tomar, claro que flotaba en una dimensión paralela. En la realidad, mi cuerpo reposaba sobre el suelo al lado de mi madre. De aquella situación externa en la que mi madre hablaba con la que quizá fuese la... ¿recepcionista? del hospital, solo me llegaron dos palabras: Habitación 121. Y acto seguido volvía a ser llevada como pez por el río a través del hospital. Los sonidos de los respiradores poco a poco me sacaron de mi mundo de la fotografía, de aquellas caras sorprendidas de médicos impresionados por la espontaneidad de la captura, hasta que aterricé en la realidad frente a la puerta que nos separaba del dolor de una visión hiriente. Apreté la mano de mi madre, y ella me la apretó. Temblorosa, abrió la puerta, y yo inspiré fuertemente antes de entrar para aguantar el aire dentro de mí y no recibir el golpe de olor a enfermedad en mi interior. Traspasamos el umbral y nos metimos en aquella atmósfera gris que caracteriza a la enfermedad.

Nos quedamos quietas, una al lado de la otra, observando el triste paisaje que ofrecía la visión de la combinación entre la figura marchita de mi abuela y los aparatos médicos. A mí no me daban la sensación de estar manteniéndole la vida, sino que a cada segundo que pasaba observándola, veía cómo su color característico desaparecía absorbido por todos aquellos tubos, que la hacían pequeña, insignificante, a como la veía yo. Mi madre corrió a su lado, dejándome atrás mientras yo cerraba la puerta con cuidado sin apartar la mirada de la escena que estaba teniendo lugar en aquella habitación. Lentamente caminé hasta ponerme a los pies de la cama, desde donde eran visibles tanto la expresión arrugada, apagada de mi abuela, como las lágrimas de mi madre, su boca curvada en una mueca de dolor.

Miré a mi alrededor, hacia la derecha, al frente, hacia atrás, hacia la izquierda... Buscaba a mi abuelo, esperaba verlo sentado en un sofá dormido y no haber reparado antes en su presencia, o quizá detrás mío, apoyado en la pared... Tal vez esperaba verlo entrar en cualquier momento por la puerta, con algo de comida y sonriente, cambiando aquella atmósfera repugnante que ahogaba mi alegría. Pero no era así, segundo que pasaba, segundo que perdía en una espera incesante de un milagro imposible. Nunca creí en Dios, y en aquellos instantes, sentía que si hubiese creído lo habría maldecido mil veces por no sacarme de aquella pesadilla que contenía los tendones y músculos de mi rostro impasibles. Mi único método de expresión era mi cámara, a la cual abracé instintivamente entre los lloros de mi madre. La alcé y la llevé a mi cara sin saber qué hacía, solo sentía que debía hacer una foto, algo me decía que sería la última que haría a mi abuela, y razón no me faltaba. Disparé el obturador. Salió el papel con un cuadrado negro, del cual iban dibujándose muy lentamente los contornos de la escena fotografiada. Mi madre se giró rápidamente hacia mí, con los ojos encendidos y expresión colerizada. - Alma, ¡¿Quieres dejar la puta camarita de una vez?! ¿No te das cuenta de lo que pasa o qué? - su voz se apagó al tiempo que el brillo de ira de sus ojos. Bajó la mirada y giró su cuerpo, dándome la espalda. Quizá por arrepentimiento, por no verme los ojos anegados de lágrimas que amenazaban con desbordarse (porque los gritos de mi madre siempre tenían aquel efecto en mí), quizá por controlarse.

Me sorbí los mocos y encaminé mi sendero hacia la puerta. Cogí el pomo de esta dispuesta a marcharme como, si de una película se tratase, una voz entrecortada me llamó de aquella manera en la que solo podía llamarme esa voz - Pingüinita, has venido con tu mami - Me giré de golpe, pues no esperaba que despertase hoy, ni siquiera que despertase. Mi madre estaba igual de impactada que yo. Me acerqué rápidamente al otro lado de la cama y le cogí la mano. No estaba tan cálida como de costumbre, pero las arrugas me tranquilizaban a pesar de ello. - ¿Cómo estás? - me preguntó con una sonrisa triste, forzosa, cansada. Suspiré y apreté con fuerza su mano, intentando no llorar. Tragué fuerte y recibí a respuesta de mi apretón una leve caricia que me desalentó. - Abu, estoy bien. - mi voz temblaba de manera sobrenatural. Bajé la mirada. Fue su mano fría la que hizo que alzase la mirada. Y me sonrió, incorporándose levemente, poniendo en tensión todos aquellos cables odiosos que la tenían paralizada, al tiempo que con vida. Cogió la cámara y la levantó con esfuerzos, estaba demasiado débil. - Pingüinita, ¿Por qué no nos hace tu madre una foto a las dos juntas? Como aquella que tenemos de cuando eras un bebito - asentí y me quité la cámara del cuello. Mi madre me esperaba con la mano tendida para coger la cámara, con los ojos vidriosos y sin apenas creer lo que estaba ocurriendo. Me senté en el borde de la cama y me recosté despacio, manteniendo en tensión mi abdominal para no dejar caer todo mi peso sobre la almohada. Mi abuela me abrazó por sorpresa, haciendo que contuviese el aliento. Fue entonces cuando se tomó la foto. Mi madre permaneció con la cámara pegada a la cara a pesar de que ya había tomado la foto. Quizá hubiese descubierto un nuevo mundo, más hermoso, a través del objetivo, como yo había hecho tiempo atrás. Pasó un enfermero por la puerta y mi abuela le gritó como pudo - Enfermero, por favor, ven, ven! - el chico entró corriendo, con la respiración agitada, quizá era nuevo y no esperaba enfrentarse con ningún problema en los primeros días. - Disculpa, ¿Podrías hacerme una foto con mi hija y mi nieta? - El enfermero tartamudeó, y terminó por determinar que la haría con un asentimiento inseguro. Mi madre le ofreció la cámara y se puso al otro lado de la cama. Pude escuchar a mi abuela susurrarle al oído palabras bonitas, como 'mi chiquita', 'mi linda niña', 'siempre fuiste, eres y serás', 'la más hermosa', 'mi pequeña flor'. Giré mi cabeza para intentar captar mejor lo que le decía, sentía que aquellas palabras también eran para mí. Y en esa posición nos retrató el enfermero, yo mirando a mi abuela, mi abuela hablándole a mi madre, y ella con las lágrimas regándole aquel huerto de rosas que tenía por mejillas.

Nos marchamos de allí cuando nos echaron los del hospital. Mi madre le prometió volver al día siguiente mientras salíamos por la puerta, entre lloros y besos lanzados al aire. Mi abuela agitaba suavemente la mano medio suspendida en el aire, con expresión de paz en el rostro. Cuando salimos cerró los ojos y respiró profundamente. Mi madre volvía siempre que podía, hasta que cuatro días después, mi abuela falleció, y con ella, la pingüinita que siempre había sido. Enterramos a mis dos abuelos el mismo día. No llevé mi polaroid, me recordaba demasiado a ellos. La guardé en un cajón mientras crecía, me hacía adolescente, avanzaba cursos, sumaba años, sucesos, risas, lloros. Me olvidé de ella durante diez años, y con ella, me olvidé de todo lo que implicaba poco a poco, creciendo en una burbuja que yo me afanaba por no pinchar. Me convertí en la hija modelo para una madre destrozada desde aquel día de marzo. Fui la hija perfecta, sin sueños ni utopías, la niña perfecta ante los ojos de mi madre, durante diez años.

domingo, 13 de marzo de 2011

Mi primer marzo 1.1

- Seis años después -

Fue un quince de marzo, frío, nublado, del color de la tristeza hiriente. Tenía once años por entonces, y todavía mis tardes estaban inundadas de inocencia y niñez. Hacía seis años que había tocado la primera cámara, aquella polaroid que me robó el corazón desde el primer instante que rozó la piel de mis manos. Tras un par de meses de abusar de ella, mis abuelos decidieron que estaría mejor bajo mi cuidado, pues ellos a penas le daban uso. Pasó a ser mi posesión más preciada. Antes de dormir, la observaba durante unos minutos, detalle a detalle, examinando que no tuviese ninguna raya, ningún desperfecto, que estuviese como nueva. Y al despertarme, lo primero que tenía ante mis ojos era de nuevo aquella máquina, la cual alcanzaba al alargar mi brazo. Saber que era mía me provocaba una gran sensación de dependencia. Sentía que debía llevarla constantemente conmigo, cuidarla. Y así lo hacía siempre que tenía tiempo. Así lo hice hasta que tuve que reemplazarla.

Fue un quince de marzo, lluvioso, inestable, sensible. Las calles se inundaban por el agua que caía imparable de las nubes, mojándolo todo sin remordimientos. Era festivo, y mis abuelos iban a venir a comer a mi casa. Tenía pensado regalarles una foto mía, de modo que con mi vestido morado, de falda con vuelo y un pequeño dibujo blanco a la altura de la cintura (regalado por mi abuela) me dirigí hacia el cuarto de mis padres, el único lugar de la casa donde había espejo completo. Faltaba poco para que llegasen y debía darme prisa. Me coloqué delante del espejo, aunque no me convencía hacerle una foto a mi reflejo. Sin embargo, quería regalarles una foto mía hecha por mí, de cuerpo entero, para que observasen siempre que quisiesen ese vestido colocado sobre mi cuerpo. Me llevé el objetivo al ojo despacio, saboreando aquel cambio de perspectiva como si fuese un dulce caro y delicioso. En el momento en el que la cámara capturaba mi figura, sonó el teléfono de casa.

Escuchaba a mi madre hablar, quizá tartamudear. Saqué otra foto, intentando que fuese lo más idéntica posible. quería que ambos tuviesen la misma fotografía. Una vez estuvieron las dos hechas, dejé caer la cámara de modo que quedó en suspensión desde mi cuello, y agitando las fotografías suavemente como me había enseñado mi abuelo, fui hacia la cocina, donde estaba mi madre. Cuando entré la encontré con la cara tapada por las manos y el teléfono al lado. No oía ningún ruido, y ahora que lo recapacito se me encoge el alma al pensar en el silencio sepulcral que escondía sus lágrimas y lloros - Mira mama, se las voy a regalar a los abus - le tendí las fotos con una sonrisa dibujada en la cara.

Entonces ella levantó el rostro, con una serenidad que me transmitió una tormenta de sentimientos que no entendí. Y sentí miedo, confusión. Cogí, en un impulso irracional, mi cámara, como queriendo protegerla de un desastre mundial. Mi madre se pasó las manos por sus ojos, lentamente, arrastrando las lágrimas de modo que las espinas que estas tenían pudiesen clavarse a gusto en su piel, y hacerle daño. Noté su dolor en aquel momento, porque algo a mí también me dolía. Dejé las fotos en la mesa, y por primera vez en seis años, dejé, con la luz del día reinando en mi realidad, la cámara en la mesa, separándola de mí, para abrazar a mi madre. - Mami no llores. Si quieres te puedo hacer una foto a ti. Con lo guapa que eres, les gustará mucho a los abus - dije convencida. Por primera vez en mi vida, vi, escuché, sentí llorar a mi madre. Y mi corazón se encogió hasta que me dolió la reducción de tamaño. Me apretaba el tejido de la tensión que acumulaba su contracción, y una lágrima comenzó a nacer en mis ojos. Fue entonces cuando dejé de abrazar a mi madre, para pasar a que me abrazase ella. Unos instantes después se separó de mí, desviando la mirada y sorbiendo los mocos. Cuando dirigió de nuevo su mirada a la mía, vi en su pupila una mujer descompuesta, rota, intentando fingir un muro indestructible que acababa de ser derribado. Vi su necesidad de mantenerse fuerte conmigo, de hablar con mi padre, de caer en sus brazos y que él la meciese como siempre hacía cuando ella se encontraba mal.

Se secó las lágrimas rápido, y me sonrió como pudo. Fue la sonrisa más triste que jamás había podido ver hasta entonces. La verdad es que a lo largo de mi vida he visto muchas sonrisas tristes, pero ninguna me dolió tanto como la suya. Era la sonrisa que surgía de la necesidad de recomponerse de manera inmediata a algo desmesuradamente doloroso - Alma... - me puso las manos en los hombros, y yo no entendía nada - Los abuelos no van a venir... - notaba la duda en su voz. Se callaba más de lo que decía. La miré, conectando sus pupilas con las mías, hasta el punto en el que estuve segura que con solo mirarla entendió que quería una explicación - Acaban de tener un accidente con el coche y... - Hizo una pausa mientras observaba mi reacción. O quizá la ausencia de tal. La palabra accidente precediendo a coche hizo que evocase todas aquellas imágenes de las noticias, accidentes mortales, en carreras de coches o en una simple carretera de un pueblo, todo ellos terribles, desastrosos, mortales, y siempre descritos con esas dos palabras.

- Tengo que ir al hospital - terminó por decir sin querer aclararme nada. - La abu está allí. Te dejaré en casa de la vecina y cuando hable con los médicos vendré a por ti - volvió a sorberse los mocos mientras se levantaba y dirigía hacia el vestíbulo a por su abrigo. Había dicho que mi abuela estaba allí. Pero no había dicho nada de mi abuelo. - Mamá, quiero ir contigo - dije con tono serio, guardándome las fotos en un bolsito que llevaba siempre conmigo para poder guardar la cámara en cualquier momento, con el máximo cuidado posible - quiero verlos - mi voz me sorprendió. No tenía matices de niña en aquel momento. Si no fuese porque estaba oyendo las mismas palabras que tendrían que salir de mi boca, habría jurado que hablaba otra persona.

En lo más profundo de mi condición humana sabía lo que había pasado, lo que estaba pasando, y posiblemente lo que pasaría, pero me negaba a reconocerlo. Quería verlos, y descubrir que no había pasado nada, que todo volvería a su cauce normal en una o dos semanas. Mi madre se quedó quieta en el vestíbulo, sin saber bien qué hacer, hasta que al final sacó del armario mi chaqueta de los días de frío, de color rojo, mi color favorito. Me tendió el móvil - llama a tu padre y dile que vamos al hospital - dijo seria mientras caminaba hacia el coche. En su voz no había ni un ápice de sensibilidad, sencillamente objetividad, pues se debatía todavía entre llevarme o dejarme. Antes de que se decantase por la opción de marchar sola, fui al coche y me subí en el asiento del copiloto, dejándola atrás mientras caminaba hacia el vehículo. Una vez dentro, llamé a mi padre. No supe explicarle nada, y para cuando mi madre entró en el coche yo ya había colgado.

El trayecto hasta el hospital lo hicimos en absoluto silencio. Mi madre intentaba contenerse las lágrimas, evitar echarse a llorar y tener que parar para desfogarse. Yo intentaba concederle una cierta intimidad en su tristeza mirando el agua que resbalaba por la ventanilla. En estado de incredulidad, lo mejor que podía hacer era olvidarme de la realidad y mirar carreras de gotas. Mi madre estaba destrozada por algo que no me atrevía a concebir aunque lo sabía. Como también sabía que lo mejor era no pensar.

viernes, 11 de marzo de 2011

Prólogo.

¿Sabéis lo que es tener un sueño? ¿Algo por lo que luchar cada día? ¿Que te hace saborear la vida? ¿Que deseas sobre todas las cosas, y que darías todo por conseguirlo? Quien más, quien menos, tiene algo por lo que seguir, algo que conseguir, a corto o largo plazo. A veces ese sueño es coherente con nosotros, con nuestra personalidad, nuestra manera de ver el mundo, de comportarnos. Otras veces ese sueño escapa a nuestra cotidianidad, se escapa de los parámetros que hemos establecido socialmente para nosotros, y nos eleva a un séptimo cielo en el cual algo o todo es diferente a aquí abajo. Es algo etéreo que, lo sepamos o no, nos mueve a actuar, nos hace reaccionar, elegir una cosa u otra. Reflexionad, unos instantes, tomaos vuestro tiempo. Mirad fuera, al cielo... ¿nublado? ¿Despejado? ¿Calor? ¿Frío? ¿Cuál es vuestro sueño? No tenéis por qué decirlo, tan solo pensadlo. ¿No sonreís cuando pensáis en él? ¿Cuando os imagináis realizándolo? Si consigue arrancaros una expresión de emoción en vuestras caras de reflexión, es un deseo, un sueño.

La primera cámara que tuve entre mis manos fue una Polaroid de mis abuelos. Me la dejaron entre mis pequeñas y escurridizas manos cuando había alcanzado la tierna edad de cinco años. Y me quedé allí, observándola en silencio. Maravillada por las formas, por lo nuevo de aquel objeto que en nada se parecía a lo que yo utilizaba para jugar. Era un juguete de mayores, y estaba en mis manos. Os puedo asegurar que jamás me sentí tan poderosa como cuando tuve ese artefacto entre mis manos. Temblaba sin saber lo que hacer. Las arrugadas manos de mi abuela colocaron la cinta de seguridad en torno a mi delicado cuello mientras seguía paralizada de la emoción. Fue entonces cuando, sin saberlo, estaba naciendo mi sueño.
Me moví por fin cuando sentí que ya no corría peligro aquella maravilla. La tomé entre mis manos como hacían mis abuelos y me la acerqué a los ojos. A través de aquel objetivo, mi realidad se distorsionó hasta alcanzar un nivel de perfección y hermosura que jamás logré alcanzar si no miraba a través de él. Me giré lentamente, observando mi entorno con aquel filtro de fantasía, hasta que di con mi familia. En aquel momento me enamoré del ser humano a través de un cristal. - Vamos! haz la foto, pingüinita - me presionaban. Instintivamente llevé mi dedo hasta el botón indicado. Clik. Con ese sonido, además de haberme enamorado en 30 segundos del ser humano, me había enamorado de la fotografía.

Separé la cámara de mi rostro y con cuidado la dejé en suspensión, dependiente de mi cuello. Sentir el peso del aparato me hacía sentir grande. Cogí la foto antes de que se callese. Y me quedé mirándola fijamente, notando cómo por mi boca abierta corría el aire a su antojo. No me atrevía ni a respirar por la nariz. Se fueron dibujando las formas, y con ellas, mis ojos fueron abriéndose más y más. Estaba teniendo lugar ante mi rostro un espectáculo de magia del cual me sigo maravillando hoy. - ¿Cómo ha salido, pingüinita? ¿Salimos bonitos? - me preguntaba mi abuela. Había cogido la manía de llamarme pingüinita por como andaba cuando llevaba pañales. Fui siempre su pingüinita desde mi nacimiento hasta su muerte.
Asentí sin dejar de mirar la foto hasta que me la arrancaron de mis manos, como si me arrancasen un pedazo de alma. Alababan mi capacidad innata para la fotografía. ¿Y yo qué sabía de eso? Con cinco años, lo único que sabía es que quería salir a la calle, con mis amigos, y hacer mil fotos, una tras otra, sin parar. Quería guardar el día en aquellos papelitos mágicos, y que apareciesen ante mí cuando lo pidiese.