Me llevé la cámara a la cara despacio, saboreando la realidad que mis ojos me daban, la alegría visible, hasta que el objetivo se puso frente a mi pupila. Y la imagen cambió hacia un mundo cristalizado en el cual la luz se fragmentaba de manera delicada y constituía para mi cerebro una delicia de colores distorsionados que quedaron atrapados en aquel papel de fotografía en el mismo instante en el que mis dedos presionaron el botón. Bajé la cámara, la dejé colgando sobre mi cuello y cogí la futura fotografía antes de que cayese. El ambiente no había cambiado después de capturarlo, sin embargo algo en mí sí que había cambiado. Sentía el estómago encogido, y no puedo negar que mi mente no dejaba de dar vueltas a la asignatura cuyo libro me esperaba cerrado en el escritorio de mi cuarto. Sin embargo, el viento en mi cara conseguía aliviar esas ganas de correr hacia mi habitación y aislarme del exterior.
domingo, 20 de marzo de 2011
Carmina burana. 3.2
Me llevé la cámara a la cara despacio, saboreando la realidad que mis ojos me daban, la alegría visible, hasta que el objetivo se puso frente a mi pupila. Y la imagen cambió hacia un mundo cristalizado en el cual la luz se fragmentaba de manera delicada y constituía para mi cerebro una delicia de colores distorsionados que quedaron atrapados en aquel papel de fotografía en el mismo instante en el que mis dedos presionaron el botón. Bajé la cámara, la dejé colgando sobre mi cuello y cogí la futura fotografía antes de que cayese. El ambiente no había cambiado después de capturarlo, sin embargo algo en mí sí que había cambiado. Sentía el estómago encogido, y no puedo negar que mi mente no dejaba de dar vueltas a la asignatura cuyo libro me esperaba cerrado en el escritorio de mi cuarto. Sin embargo, el viento en mi cara conseguía aliviar esas ganas de correr hacia mi habitación y aislarme del exterior.
miércoles, 16 de marzo de 2011
Carmina burana 3.1
Pasaron las semanas y sin duda, en mi vida se hacía cada vez más patente mi tendencia a la soledad, a la indiferencia respecto al resto de seres humanos. Intercambiaba saludos, diminutas sonrisas, movimientos leves de cabeza, y palabras justas en las prácticas con mis compañeros de clase, pero más allá de ello, de aquellas paredes que englobaban un mundo en el que se me obligaba a socializar lo mínimo, no tenía a nadie más que mis padres. Realmente, no es que no quisiese tener amigos. La verdad era que me moría por tener a alguien con quien reír, con quien llorar, a quien abrazar. En mi interior me encontraba mal. Sin embargo, los amigos de mi infancia crecieron, como yo, y fuimos por caminos divergentes, ellos los que se iban construyendo, yo, el que me construían mis padres. No fui capaz de negarme a vivir una vida preestablecida, y por entonces ya estaba demasiado acostumbrada a la rutina y el enclaustramiento en mi mente que representaban las calificaciones excelentes.
Pasaron los meses y volvió a empezar el curso, uno nuevo, tercero. Algunos nuevos compañeros, otros viejos, ya conocidos. Y con todos el mismo protocolo de comunicación. Volví a mi sitio en primera fila, nadie se ponía jamás ahí. Quizá fuese ese uno de los motivos por los que la gente rehuía, ni siquiera compartíamos el interés por sentarnos en un lugar del aula. Si ni esa nimiedad era común con el resto de la humanidad, ¿qué me decía a mí que iba a socializar de algún modo? De pequeña era todo más fácil, había algo por lo que todos me admiraban, me aceptaban. Algo que les enamoraba tanto como a mí, además de tumbarse bajo los almendros en flor a olerlos y dejar que los pétalos cayesen sobre nuestros rostros. Un día cualquiera, pensando en todo aquello, recluida en mi habitación y con Carmina Burana sonando de fondo en el silencio que me envolvía cuando estudiaba o intentaba hacerlo, abrí de nuevo una puerta a mis recuerdos, como ya había hecho casi un mes atrás, pero esta vez con la intención de examinar en qué momento pasé de la compañía del hombre a la compañía de los libros. El punto de inflexión se me hizo claro, se materializó en mi mente como una imagen. Un hospital. El antes y el después. Qué había y qué desapareció.
Dejé caer el bolígrafo en la mesa, y me impulsé sobre mi silla de ruedas hacia los cajones, con fuerza. Había dejado una lección a medias solo por aquel pensamiento. Y el corazón, de nuevo, me latía rápido. Tragué saliva con dificultad y me humedecí los labios con la lengua, comenzando a notar subir de mi estómago la necesidad, la lascivia del objeto que ahí había guardado. Estaba segura de que eso era la causa de estuviese sola. Era el punto en el cual todo había cambiado. La muerte de mi abuela, dejar de lado la fotografía (y con ello, aquel sentimiento que aceleraba la sangre por mis venas a la par que mi respiración) todo aquel remolino de imprecisiones, de desvaríos me había movido hasta lo que era ahora. Claro que era muy fácil culpar a seres ajenos a mí de todo lo que estaba aconteciéndome, del futuro que me había construído, que me había ganado a pulso por dejarme llevar por las decisiones de mis padres sin buscar lo que era mejor para mí. Todo por ellos, para ellos, y ahora no tenía nada. Miré mi cuarto. Di una vuelta completa, 360º, para observarla entera. Ni un ápice, ni un rastro de mi presencia durante años, impecable, impoluta. Por primera vez me molestó, me sentí en una habitación que no era la mía. Y las sensaciones que en un principio adoraba de aquella perfección, comenzaron a molestarme suavemente en mi interior, como una diminuta espina que se clavaba lentamente. No, no me gustaba. No me sentía a gusto.
Suspiré, era mi habitación, desde siempre. Olía a mí. Representaba lo que yo creía que era yo misma, lo que había dentro de mí. Pero ¿mi personalidad era así de simple? ¿De blanca? Suspiré de nuevo, no podía permitirme aquellos pensamientos, ya era suficiente con no estar frente al libro estudiándome un futuro, como para tener dudas existenciales. Mi habitación era así porque me gustaba a mí. Yo había decidido que quería hacer medicina. Yo elegí alejarme de la sociedad porque no entendía lo que yo quería, me tomaban por loca por pasarme horas y horas delante de un libro sin salir a respirar aire fresco, sin tener comunicación con alguien de mi misma especie. Y yo había determinado que aquellos que me tomaban por loca no podían tenerme cerca.
Abrí el cajón, y el aroma de mi habitación cambió. Quizá no perceptible para cualquier otra persona, pero para mí adquirió todo otro tono. No se si me molestó o me gustó, pues en aquella maraña de líos y existencialismos no sabía aclararme entre lo que quería y lo que no. Allí estaba todo igual de ordenado como lo dejé la otra vez, alineado, casi milimetrado para aprovechar el mayor espacio posible. Saqué la cámara sin desestructurar el resto de los objetos, y con u impulso similar al que hice para acercarme a los cajones, me alejé hacia la mesa. Cerré con una mano como pude el libro y lo aparté del centro de la mesa, para poner un folio en blanco en ese lugar, y colocar ahí la cámara. Justo en el centro. La observé durante unos instantes, y recordé que la última vez que la había usado no había comprobado su estado. Quizá era hora de hacerlo, por hacerle un homenaje al recuerdo de mis abuelos, pues por algo me dieron a mí la cámara hace tanto tiempo, suponían que estaría bien entre mis manos. Me desesperé, esto se alejaba de mi conducta. Era la dichosa cámara y lo que la rodeaba, que era adictivo, necesario para sentirme viva, despertar de ese estado de latencia en el que me encontraba durante todos los años anteriores.
Cerré los ojos e intenté recordar cómo se abría aquel aparato. Las manos me fueron solas. Primero por un lado, después por el otro, conscientemente no tenía ni la más remota idea de lo que tenía que hacer, de lo que estaba haciendo. Sentía miedo de romperla, y sin embargo las manos, hábiles como si llevasen toda una vida estudiando para hacer aquellos movimientos, supieron ingeniárselas ellas solas. Comencé a salivar, a llenar mi mente de fotografías, posibles capturas y retratos. Pensé en las personas de mi alrededor que merecían ser retratadas. La ansiedad comenzó a llenarme. Ansiedad. Necesidad. Locura. Búsqueda de fotografía. Deseo de activar el mecanismo. Y por fin mis manos quedaron quietas. Agaché el cuerpo un poco para poder asomarme a la cámara sin tener que moverla. El folio se había manchado un poco. Lo moví para poder acceder a todos los ángulos de la cámara. Parecía que todo estaba bien. Debía comprobar cómo estaba el papel también.
Al final de la revisión, todo estaba, o creía que estaba, en condiciones para usarse. Volví a cerrar la cámara de la misma manera en que la había abierto, sin tener ni idea de lo que estaba haciendo. Pero esta vez más segura de mí misma, de mis manos, de lo que estaban llevando a cabo, con más velocidad esta vez. La necesidad apremiaba. En menos tiempo que antes, la cámara estaba montada. Me quedé mirándola fijamente, con las manos dudando si coger el cordel y ponérmelo en el cuello. Miré también el libro que había cerrado y apartado. Finalmente la cámara me pudo, y el cordón terminó abrasándome la piel del cuello, produciéndome un dulce dolor que me produjo una sonrisa lasciva. Me levanté de la silla en el mismo momento en el que la obra de Carmina daba un golpe. Me sentí elevada, como flotando. Todavía con la sonrisa en el rostro, cerré la puerta al compás de la música, de golpe y bajé las escaleras para salir a la calle, extasiada por la atmósfera que me brindaba el salirme de la rutina de manera tan atrevida. Mientras, la música seguía sonando en mi cuarto. Lo oía hasta que cerré la puerta de la calle. La música seguía sonando en mi cabeza.