viernes, 29 de junio de 2012

La soledad del polvo 15.2

- Supercalifragilísticoespialidoso. – Se rió, y la habitación se iluminó, se llenó de colores, y yo me reí también. Me dio un suave golpecito en el brazo, lo interpreté como un abrazo. ¿Y mi copa de vino? Ya la tenía dibujada entre mis dedos

- En serio. No quiero que eso destruya lo que sea que tengamos. Necesito saber qué piensas, porque esta ignorancia me está matando, y me quema por dentro el recuerdo.

Suspiré. La copa de vino se resbaló entre mis dedos y se desvaneció antes de caer el suelo. El abrazo fue realmente un golpecito en el brazo, y la idea de dejarlo pasar esa solo una ilusión de mi mente. La magia se había escapado como lo había hecho el supercalifragilístico entre las filas del tiempo.

- Sinceramente, Juliette, entre todas las situaciones que había imaginado, jamás pensé que mi primer beso sería así. 


- Imaginaste un hombre, un momento ideal, unas palabras bonitas, mucha dulzura, que te hubiese apartado antes un mechón de pelo con las manos… ¿no?


- Sí.


-Eso no existe.


-¿Por qué no? 


-Porque la inocencia que se respiraría en ese momento se ha perdido. Encontrar un hombre en una biblioteca, que al chocarte con él se te caigan los libros y él te ayude a recogerlos, es algo que ya no existe, y quizá nunca existió. No hay tiempo para ser románticos. La vida va muy deprisa, y nos engulle, nos arrastra, y nosotros solo podemos tratar de sobrevivir, de no ahogarnos por sus olas agresivas y devastadoras que nos roban la sed de poesía y libertad, adaptándonos a su torrente, dejando que el mundo se cambie a sí mismo, amoldándonos al fluir del tiempo que nos empuja hacia delante, y nos forma y deforma.


-¿Y qué pasa con los que se quedan atrás? ¿Los que luchan por el romanticismo?


-Se quedan anclados en un mundo que no existe, y terminan desapareciendo, volviéndose invisibles para el resto del mundo, recluidos en su burbuja de eterno tiempo que los destruye al aislarlos del devenir del mundo. 


-Suena tan negativo…


-Es negativo. Hoy tengo ganas de cambiar el mundo. Tengo ganas de luchar por un futuro incierto. Quiero salir a la calle y gritar que tengo derecho a gritar. Quiero amar a tantos hombres y mujeres que en mi corazón no quede un sitio libre de tantos nombres que haya escrito en él. Quiero ver el mundo. Quiero llorar, de alegría, de tristeza. Pero quizá mañana crezca, quizá mañana se me olvide quien soy, y ya no quiera cambiar el mundo. Quizá me case con un hombre, tenga dos hijos y me hipoteque de por vida, sin poder dejarles a mis hijos más que deudas. Quizá me quede ronca, o me olvide de hablar con mi propia voz, y deje que alguien hable por mí. Por comodidad. Quizá prefiera la constante imagen del acogedor y común comedor de la casa que me ata al mundo de las mentiras antes que ver el amanecer en cien lugares diferentes, con cien personas diferentes que hablen cien lenguas diferentes. La vida nos conducirá, y al final, creo que es imposible luchar. Somos como borregos. Seguimos a la manada, tememos al lobo, sin saber que somos más que él, que podemos ganarle. Se nos olvida que cuatro millones de ovejas pueden sodomizar al lobo y meterle por el culo todo lo que hemos tragado. Y vivimos cómodos. Nuestro cómodo coche, nuestro cómodo trabajo, nuestro cómodo despido.


- Y si sabes todo eso, ¿por qué no lo evitas?


-Porque luchar eternamente sería más monótono que decidir dejarme llevar un tiempo. Y la monotonía me aburre. 


-No entiendo qué tiene que ver todo tu discurso conmigo, la verdad.


-Quiero que te subas a mi barco, que remes conmigo, que luches de vez en cuando, y de vez en cuando te dejes llevar. Que dejes de ser la sólida estaca a la que se amarran los melancólicos, dejes de ser perfecta, la chica buena, irreal, falsa, y seas tú.


-Yo soy yo.


-No.


-Y tú qué sabes.


-Nadie es tan correcto, nadie tiene tan poca curiosidad por las relaciones interpersonales. No eres tú en el momento que te has arreglado mínimamente para abrirme la puerta – me toqué el pelo – Piénsatelo. Este barco todavía no zarpa. Prueba algo nuevo. Deja de lado el papel, se un poco más empírica. 


Me quedé muda y miraba el suelo sin fijar mis ojos en ningún punto. Mi mente rememoraba todas esas palabras que me mareaban, me confundían, me inspiraban, me alentaban y me daban miedo. Se levantó y tendió hacia mí aquella bolsa. La miré interrogante. 


- Haz con esto lo que quieras. No está perfecto, tres días no dan para más. Espero que te guste. – sonrió, y se fue, grácil, casi levitando, y yo me quedé inmóvil. 
Un segundo. Dos segundos. Tres segundos. Cinco segundos. Diez segundos. Treinta segundos después de oír la puerta cerrada reaccioné y miré aquel objeto que tenía sujeto entre mis dedos.

La soledad del polvo 15.1

Llevaba tres días encerrada en mi cuarto sin querer saber nada del mundo. Tenía la cabeza y el alma enzarzadas en una discusión de la cual no entendía nada. Lo único de lo que era capaz era ponerme a pasar apuntes de medicina, leer artículos o dormir. Sacar el lado más racional para escapar de la oleada de preguntas que pretendían arrastrarme mar adentro de mis inseguridades para ahogarme en miedos. 

No tenía noticias de mis padres, y tampoco me preocupaba. Sus ausencias prolongadas y sin explicación más allá de una nota de papel era el pan de cada día. No esperaba que estuviesen fuera dos semanas. Siempre inventaban el tiempo, dos semanas, tres días, un mes. Nunca se cumplía. En vez de tres días eran seis, en vez de un mes, mes y medio.

Sin embargo, por mucho que intentase olvidarme, por mucho que tratase de evadir mi mente hacia el raciocinio más extremo, siempre volvía al mismo lugar, a los mismos hechos, los repasaba lentamente, de arriba a bajo, saboreaba el momento, dejaba que las cosquillas invadiesen mi estómago, y la culpabilidad, y la duda, y el miedo, mientras las preguntas y el ahogo consumían mi cerebro.

No me la podía quitar de la mente, era como una fotografía tatuada en mi memoria. Un instante, una fracción de segundo, el momento en el que dejé de pensar y cerré los ojos; el momento en el que sus labios tocaron los míos y electrizaron todo mi cuerpo enseguida; el momento en el que me puse tensa, rígida, y sus manos con caricias iban liberándome de la condena de mis músculos, poco a poco, sin mover sus labios; el momento en el que movió sus labios, y yo moví los míos, y dibujamos mil colores, compusimos mil canciones, escribimos mil sonetos, y los pájaros trinaron, y mi corazón se aceleró, el mundo se detuvo y me faltaba el aire; el momento en el que volvió la consciencia a mi cuerpo, junto con la tensión, y cerré la boca; el momento en el que separó su boca de la mía y me miró a los ojos, y yo evité la mirada, y ella apartó sus manos de mi piel, y mi cuerpo se enfrió solitario en un abismo de soledad. No, este último momento se evaporaba, se desvanecía; realmente, esa última jugada casi no la recordaba.

Pasaba las horas acariciándome los labios, cerrando los ojos, sonriendo. Lavándome los labios, los ojos fuera de sus órbitas, una mueca de espanto. Era un sinvivir de preguntas y deseos. 

El tercer día, a las ocho de la tarde, llamaron a la puerta. El timbre sonó como un corto alarido de dolor, y yo, perezosa, me levanté a abrir.

-¿Quién?

-Soy yo.

-¿Quién es yo?

-Juliette – se me vino el mundo encima, y no pude más que tragar saliva de manera tan sonora que seguro me habría oído. - ¿Puedo subir?

-Sí.

-¿Y me vas a abrir? – le di al botón y colgué el telefonillo. 

El pánico casi se apoderaba de mí. Me miré en el espejo de la entrada. La camiseta vieja de propaganda de refrescos y el pantalón de chándal desteñido dejaban mucho que desear. Como no tenía tiempo, lo único que pude hacer fue recogerme el pelo alborotado en un moño que no mejoraba mucho mi aspecto, pero al menos disimulaba un poco no haberme peinado.

Cuando volvió a tocar al timbre abrí la puerta con lentitud. Ella estaba al otro lado del marco de la puerta. Sonreía tímidamente con sus labios rojos dibujando una media luna. Me contagió su sonrisa, y vergonzosa, iba naciendo en mi rostro. 

- Hola.

- Hola Alma.

- ¿Qué quieres?

- Venía a hablar contigo… Y a traerte algo.

-¿El qué?

-Primero hablemos.

-Vale.

-¿Me dejas pasar? – me aparté para dejarla pasar. Llevaba una gran bolsa blanca cuadrada. La observé intentando adivinar qué llevaba pero fue imposible. Cerré la puerta y la seguí, pese a estar en mi casa. Llegó al comedor y se sentó en el sofá.

Me senté a su lado, guardando las distancias, con las piernas juntas y las manos sobre las rodillas, mirándola expectante. 

-¿Qué pasa?

-Nada… ¿Qué ibas a decir?

-He venido a hablar, aunque no es necesario que empiece yo.

-Ah…

-Pero lo haré.

-Vale.

-Me sentí muy mal por como terminó el día. Se que no era algo que tú deseases. Bueno, realmente no se lo que deseas, porque no te conozco, y no dejas que lo haga. No te voy a mentir, a mí me gustó. – me sonrojé, mirando hacia otro lado. 

-¿En serio?

-Claro. ¿Por qué no iba a gustarme?

-No se. Pensé que tú…

-¿Andreu? También.

-No lo entiendo. ¿No estáis juntos?

-No. 

-Ah…

-Y aunque estuviésemos, no somos de una sola persona en nuestra vida. – No sabía muy bien que decir –Pero no he venido a hablar por mí, sino por ti.

-¿Por mí?

-Sí.

-¿Por qué?

-Quizá porque te levantaste rápido y exigiste casi gritando que te trajese a casa. Es una idea, eh… 

-Ya…

-¿Y bien?

-No se. 

Realmente no sabía que decir. Había eludido el tema por completo, había intentado no pensar en ello bajo cualquier circunstancia, que el hecho de que viniese de frente hacia mí me dejó confusa, muda. Pensé en Mary Poppins, en aquello que se dice cuando no se sabe que decir. Si mi vida fuese una película, de esas en las que las personas pueden ser mágicas, de ese tipo de magia que enamora y te hace inolvidable para la humanidad, y la fe en el hombre estuviese tan viva como cualquier animal, sin peligro de extinción, podía decirle Supercalifragilísticoespialidoso. Y nos reiríamos, disfrutaríamos del momento, de mi maravillosa ocurrencia, nos abrazaríamos y dejaríamos pasar el asunto, por que ¿qué importaba? la vida sería perfecta y ese momento incómodo quedaría como una anécdota, algo que recordar con una sonrisa y una copa medio llena (que no medio vacía) de vino entre mis manos de dedos largos y piel suave.

Pero la vida no era un suave camino de rosas en el que la amistad florecía como lo hace una amapola, ni se dejaban fluir los momentos con naturalidad ni desenfado, sino que existía la necesidad de hablarlo todo, de clasificar, determinar, dar valor, conocer y etiquetar. Era un mundo gris, lleno de gente gris con almas grises que te abofetearían si ante un asunto de semejante seriedad como un beso, pudieses contestar alguna tontería como esa larga palabra que personas de grandes ojeras y tristes muecas en sus rostros no son capaces de pronunciar, por tener la lengua muerta de repetir las mismas palabras todos los días.

Pero Juliette no era una mujer gris, no venía de un mundo gris, y su alma era de tantos colores que te cegaba y confundía su diversidad… Eso era una mínima fracción de todo lo que se podía adivinar en sus ojos, ahora esperando una respuesta más contundente por mi parte.

lunes, 11 de junio de 2012

Detalle de un segundo 14.2

Sin querer evitarlo, giré mi cabeza con la esperanza de volver a conectar mi mirada con la suya, de volver a construir puentes de fotones y caminar de mi lado al suyo para encontrarnos en ese momento incierto en el que dudaba del querer y del mundo entero. Tan solo alcancé a verla girada en el mismo instante en que se dejaba caer el vestido rojo sobre la cabeza, deslizándose por su espalda como si supiese ya su recorrido, amoldándose. Suspiré, al menos no estaba recogiendo para irse.

Volví a mi cinturón, el cual parecía resistirse durante todo ese tiempo. Como si no quisiese deshacerse, como si necesitase una contraseña. Gruñí, haciendo que Juliette se girase hacia mí.
- ¿Puedes?
- Yo… Bueno… sí...- intenté maniobrar un par de veces más, del derecho, del revés… Parecía enganchado por el mismo diablo. – No, no puedo – suspiré. Ella se mantuvo callada, esperándome. - ¿Puedes ayudarme? – dije con cierto tono de súplica.
- No
-¿Qué? – Me giré indignada
-Pues que no puedo.
-¿Por qué no?
-Porque no quieres que te toque.
-¿De dónde te has sacado eso?
-No lo he sacado de ningún lado. Tú me has apartado
-Bueno, es que yo… No… Pero…
-¿Podrías alguna vez terminar todas las frases?
-Perdón.
-¡No te disculpes! - resopló – Hay veces que me exasperas. – se acercó – Te voy a ayudar, pero solo porque tienes la piel de gallina. – Puso sus manos en el cinturón, realizando los mismos movimientos que yo, consiguiendo los mismos resultados – Pero qué mierda… - bufó. Se puso de rodillas, su visión paralela al cinturón. Me miró a los ojos - ¿te incomoda?
-No – dije, metiendo vientre. Ella se rió, yo también, ambas sabíamos que mentía.
-Tienes una especie de lío con un hilo en la hebilla. – advirtió. - ¿Llevas tijeras? – negué con la cabeza, me sentía como una niña en esos momentos.

Acercó su boca a donde decía que tenía el nudo. Su nariz rozó mi tripa, su respiración recorrió varios centímetros de mi piel. Tuve un escalofrío, miraba al infinito. Noté un ligero tirón de mi cintura, seguido de un chasquido. Acaricié su hombro con las yemas de mis dedos sin pensarlo, ella se levantó rápido y se alejó.
-Listo.
-Gracias. – se volvió hacia su maleta sin decir nada y comenzó a doblar las camisetas.
Me puse el vestido con aire confundido. Era la talla perfecta, se ajustaba a mi cuerpo como si fuese una piel más suave y sedosa. Carraspeé y Juliette se giró hacia mí. Me miró de arriba abajo, sonriéndose con aires de satisfacción. Sacó entonces de la maleta los zapatos rojos y me los tendió. Me los puse a duras penas, sin lograr entender como había acertado mi talla. Crecí seis centímetros de golpe.
-Perfecta – dijo Juliette mirándome, satisfecha. Miré mis pies, insegura. – No te preocupes, no vamos a movernos mucho – apartó la maleta y extendió una especie de mantel con cuadros rojos y blancos sobre el suelo. Cogió su cámara réflex un trípode que fue montando hasta que adquirió una altura considerable. Instaló aquel aparato a unos pocos metros donde estaba yo, apuntándome. Instintivamente me tapé la cara. – No voy a hacer ninguna ahora. Puedes ponerte bien – comenzó a toquetear la cámara. Cuando terminó volvió y sacó de un bolsillo pequeño un mando diminuto con un par de botones. – Te explico.  – Se puso frente a mí – Mi intención era hacernos unas cuantas fotos para un trabajo de la universidad – la miré escéptica.
- ¿Y no me lo podías haber dicho desde un principio?
-¿A caso habrías venido? – tocada. – Cuando le de al botón comenzará a hacer ráfagas de fotos...
-¿Y cómo sabré cuándo se hacen las fotos?
-Ahí reside la gracia del asunto. No lo sabrás. Yo tampoco. Han de ser fotos naturales, nada de posar, ni salir hermosas por ficción. No habrá retoque después. Por eso he querido hacérmelas contigo.
-¿Y Andreu? ¿O Marcos?
-Tenían cosas que hacer
-Oh – sentí una pequeña punzada en el estomago al sentirme segunda opción.

Con un rápido movimiento apretó un botón del mando. Había comenzado el juego, y yo no sabía qué hacer. Tensé los hombros y no paraba de mirarla confusa. Ella se mostraba tranquila, natural, su melena roja se volvía aún más roja en contraste con la piel de sus hombros desnudos, que servían de base a un cuello fino. Había cogido del suelo un estuche del que sacó una barra de labios. Lanzó el resto de nuevo a la maleta.


- Ven – obedecí – Desténsate – su voz hizo que sonriese, y colocando sus manos sobre mis hombros, hizo que poco a poco los músculos fuesen cediendo – Solo son fotos – quitó un mechón de mi cara. Yo miraba sus labios. No parecían haber sido pintados, y sin embargo estaban de un rojo insultante. – Abre un poco la boca – me esforzaba por oír algún pequeño *click* que me indicase que las fotos se estaban haciendo, pero nada.



Entre abrí los labios insegura. Juliette se acercó a mí con una barra de labios rojo frío y comenzó a tiznarme la boca de aquel color impactante. Miraba mi boca con concentración. Yo tragué sonora, sin poder evitar salivar demasiado. – Perfecto – murmuró. Sonreí tímidamente, no le encontraba sentido a estar allí, con ella, tomando instantáneas de momentos extraños.
- Me siento bastante incómoda, Juliette
- No te preocupes. – apartó un mechón de mi rostro – nadie nos puede ver aquí – tomó mi mano suavemente. La puso entre ambas, con la palma mirando al cielo y la miró con cierta ternura que no entendí. Recorría con las yemas de sus dedos los surcos marcados de mi piel. – Abrázame – fue un mandato, una imposición. Y de nuevo, obedecí.
Llevó mi mano a su cintura, y yo la deslicé hasta rodearla. Esquivaba su mirada, evitaba el máximo contacto, y mi corazón pretendía excavar hacia la superficie de mi pecho a golpe de sístoles y diástoles agresivas que disparaban mi sangre hasta asesinar mis pómulos, inyectarlos en la sangre del rapto de la razón.

Sin embargo, solo el roce de su piel en mi barbilla hizo que me irguiese y colocase mis ojos en la trayectoria de los suyos. Rasgados. Sonreía. – Hazme el favor de relajarte, no hacemos nada malo.
-Si ya lo se. ¿Qué iban a hacer malo dos chicas solas en un bosque? – ella se calló. Yo me callé. No sabía muy bien si era ironía o ignorancia lo que había hablado por mí. Otro silencio incómodo.

De pronto, ella echó a reírse. Cuatro, quizá cinco segundos después de que yo hubiese hablado. Primero tímida, una fuerte ráfaga de aire salió de su nariz. Luego un ruido de su garganta, que coqueto se terminó desnudando en una carcajada. Y la seguí. Nos reímos. Un buen rato. No sabría contabilizarlo. Fue de esos momentos en los que el tiempo se para, y solo existe ese instante que estás viviendo, que se torna eterno y perfecto, y ni el tiempo, ni la lluvia, ni un ruido ajeno al paraíso lo destruyen.

 Nos golpeamos los hombros con dulzura. Nos desbaratamos el pelo, nos sacamos la lengua y la incomodidad se evaporó. Se fue con una brisa de viento, o se fundió con la tierra, pasó a ser parte de los árboles, de la pintura del momento.

 Empezó a hacerme cosquillas. Me retorcía, me reía, y ella se reía más – ¡¡Para!! por favor… - suplicaba y suplicaba. Caímos al suelo al lado de la maleta. Yo me defendía, ella atacaba, e iba ganándome terreno hasta que al final no podía contrarrestarla, estaba agotada y casi me faltaba la respiración de tanta risa.


Tumbadas en el suelo, con sus brazos bloqueando la huida de mi cabeza hacia la razón, y su rostro por encima del mío, a un palmo su nariz y la mía, lo único que nos resguardaba de la realidad era su pelo cerrando la entrada de luz a ambos lados, y la cálida sonrisa iluminando nuestra pequeña cueva. También yo sonreía, pero era una sonrisa tonta, de esas que se te escapan sin saber muy bien por qué, que hacen que le mundo se torne de color del infinito ocaso, del tierno amanecer, del misterio nocturno y el florecer de una flor de almendro.

Le puse el pelo tras las orejas, con las manos cargadas de miedo y de dulzura. Actuaba de manera casi mecánica, y tenía el cerebro apagado en esos momentos. Sencillamente, Vetusta Morla y la respiración de Juliette escribían el pentagrama del momento. Yo era un instrumento al que hacía sonar.

Se inclinó hacia mí, juntó su frente con mi frente, su nariz con mi nariz, y nos mirábamos a los ojos como si quisiéramos ahogarnos en ellos. Un canal eléctrico entre su alma y la mía, candente, explosivo, se formaba a toda prisa. Movía su cabeza, nuestras narices se rozaban, y yo no sabía que hacer; entre la espada y la pared, entre el suelo y el deseo que no podía admitir. Que no quería admitir. Por que no era posible.


Una mano en mi muslo, que subía el vestido lentamente. Se me erizaba el vello, se me escapaba algún suspiro, y los ojos se me iban cerrando lentamente. La boca me sabía a peligro, a morbo, a deseo reprimido, a necesidad, a escape, a desvanecimiento, a lucha, a ganas de empezar, y de terminar. Sonreía, flotaba, incapaz de imaginar. Todo aquello excedía. Sobrepasaba los límites de mis cuentos de hadas, de mis finales felices. Iba más allá de todo cuanto había soñado, por que no me había aventurado a pensarlo. Consternada, confusa, feliz, indecisa. Eran segundos en los que las sensaciones se confundían, se mezclaban, se turnaban, aparecían y desaparecían en milésimas de segundo. Y entonces…


domingo, 10 de junio de 2012

Detalle de un segundo 14.1

Frenó justo en frente de mí, con una sonrisa floreciente en la cara. Se inclinó hacia mí y me abrió la puerta para invitarme a entrar. Acepté la invitación con una sonrisa en el rostro, dejando el bolso en el asiento trasero. Vi una pequeña maleta metida a los pies del otro asiento trasero, y miré interrogante a Juliette, que me miraba todavía sin arrancar. 
-¿Te vas de casa? 
-Ahora luego te lo explico. – esa sonrisa pícara que dibujaba en su rostro no me daba mucha confianza – ponte el cinturón. – obedecí con la rapidez de un siervo. 
Con el sonido del click, accionó el motor y nos pusimos rápidamente de viaje a no sabía dónde. La capota del coche estaba bajada y el viento nos salpicaba el pelo. Miré a Juliette, concentrada en la carretera, mientras sus mechones del pelo se mecían al viento como lenguas de fuego que acariciaban el cielo. Se percató que la miraba, por que sonrió, y por el rabillo del ojo la vi buscarme en el retrovisor. Yo también la busqué y nos encontramos las miradas durante un instante. En seguida volvió a la carretera. El silencio se apoderaba de la situación, y sin embargo, no me sentía incómoda. Aun así, Juliette consideró oportuno poner música. 
*Hablemos de ruina y espina, hablemos de polvo y herida…* Una música lenta y atrayente envolvió mi cuerpo. Comencé a golpear con el dedo índice mi pierna derecha al ritmo de la melodía. 
-¿Te gusta? 
-Sí. ¿Quién es? 
-Vetusta Morla. 
-No lo había oído. 
-Tú no has oído muchas cosas. 
-¿Cómo se llama la canción? 
-Maldita dulzura. – me sonreí. No se por qué, pero quise tomármelo como un halago. 
Esa fue toda nuestra conversación durante el viaje. Me abstraje con el paisaje una buena fracción del trayecto, y la otra la pasé intentando descubrir las letras de aquel cantante. Cuando paró el coche no sabía dónde estábamos, me sentía perdida en el mapa. Se bajó y cogió la mochila. Me bajé y cogí mi bolso. Nos adentramos en un tímido bosque, todo pendiente ascendente. Paramos en un claro. 
-¿Dónde estamos? 
-Si te lo dijese, perdería el encanto. – Dejó caer la mochila en el suelo – Deja las cosas aquí- la miré con preocupación – no pasa nada. Aquí no viene nadie. – terminé por hacerle caso, al fin y al cabo, ella parecía venir a menudo, se lo conocía bien. Dejé en el suelo el bolso y el abrigo, justo al lado de su maleta.

Cuando descargué me tendió la mano. La cogí, dejándome guiar. Estaba caliente, resultaba confortable. Comenzamos a ascender por unas rocas hasta que llegamos a lo que debía ser la cima. Juliette se paró unos pasos más delante de mí. – Mira – me atrajo hacia ella con el brazo. 
Ante mí se abrió el inmenso mar, escondido parcialmente por la frondosidad de unos árboles que parecían haber escapado a la mano humana. No pude sino abrir la boca y quedarme anonadada. – Hermoso. ¿Verdad? 
-Es precioso, Juliette. ¿Cómo lo descubriste? 
-¿Quieres parar de hacer preguntas y dedicarte a disfrutar del momento? – parecía incluso molesta, pero después me apretó la mano, que todavía seguía cogida, y me sonrió. Volvimos a mirar al horizonte. Desde donde estábamos podíamos oler la brisa marina a la vez que el bosque nos engullía salvajemente. 
– Ya está bien – se giró, soltándome la mano. La miré recelosa – no te he traído aquí para pasar toda la tarde mirando la nada. 
-¿Entonces? 
-Volvamos, anda. Que se nos va a hacer tarde – retomé su mano, volviendo sobre nuestros pasos, volviendo a crujir las mismas hojas caídas, volviendo a respirar el mismo aire húmedo, volviendo a imaginar abstracciones de lo que podría venir a continuación. Me comía la curiosidad. Quizá fue por ello por lo que más de una vez pasé a andar yo delante de ella, aunque me equivocase de camino y Juliette tuviese que arrastrarme por el sendero correcto. 

Cuando llegamos, abrió la maleta en el suelo. Descubrió en su interior un par de vestidos volátiles rojo y negro, bien plegados, y dos pares de zapatos de tacón. Pinturas, máscaras, todo tipo de objetos. Cogió los dos vestidos y me los tendió.
- ¿Cuál prefieres? – los miré indecisa. - ¿Lo elijo yo? 
-Mejor. 
-Vale. –los miró detenidamente, pasándoles un examen – Toma – me tendió el vestido negro. Lo cogí y lo desplegué sobre mi cuerpo. 
-¿Qué hago con él? 
-Quémalo. 
-¿En serio? 
-No, tonta. Pontelo. – miré a mi alrededor, buscando un sitio donde cambiarme. Cuando terminé de examinar el lugar miré interrogante a Juliette - ¿Te da vergüenza cambiarte conmigo delante? – me sonrojé. – Va, no seas tonta. Mira, empiezo yo – Se quitó la camiseta, lanzándola a la maleta. Su piel me deslumbraba. Daba la sensación de ser más suave que el lino, que la seda, y más brillante incluso que el sol… Me dieron ganas de acariciarla, de dibujar carreteras sobre ese país deshabitado, solo por la curiosidad de cómo sería su tacto. Quizá llegué a mirarla con deseo. – Si me sigues mirando así vas a hacer que me sonroje – fui yo la que se sonrojó cuando salí de aquel viaje interespacial por los poros de su piel – te toca
-Juliette… me da… 
-¿Te ayudo? – se acercó con los brazos extendidos. 
-Yo… - di un paso hacia atrás, indecisa. 
-Vamos, Alma. No voy a violarte. – alcanzó con sus manos mis caderas. En ese momento, los minutos de fijación con las letras de Vetusta Morla surgieron a la luz, y en mi cabeza sonó una frase *dejarse llevar suena demasiado bien…* Fue casi una orden para mí. Dejé que fuese levantándome lentamente la camiseta, sin yo saber muy bien dónde mirar. Ella no dejaba de sonreír mientras iba dejando al descubierto mi vientre. No pude evitar aguantar la respiración conforme sus manos ascendían. Era tan bochornoso para mí, que incluso podría decirse que me resultaba morboso. Unos instantes antes de que la camiseta pasase por mi cuello, la miré a los ojos, y quedé hipnotizada. 
Terminó de sacarme la camiseta por los brazos. Ahora era yo la que la miraba, y ella la que eludía mi mirada, la que se perdía por mi piel, con sus pupilas dilatadas, las llamas asomándose por ellas, jugando a enseñarme lo que no quería ver. Lanzó la camiseta en la misma dirección en la que había lanzado la suya, y volvió a poner sus manos en mi cintura, dejándolas conducir por las carreteras de mi cintura hacia el cinturón. Comenzó a desabrocharlo cuando volví en mí. Fue como si alguien hubiese apagado de golpe esa canción de Vetusta Morla, dejando a mitad esa frase que me había dejado inconsciente en lo que a la razón se trataba, y me eché hacia atrás – Ya puedo yo, gracias. – me giré para ponerme el cinturón. 

Notaba el orgullo de Juliette dolido, pero la confusión era demasiado grande como para tratar de remediarlo. El área de mi cintura en la que había posado sus manos todavía ardía, y a su alrededor el vello se erizaba buscándola a ella.