domingo, 10 de junio de 2012

Detalle de un segundo 14.1

Frenó justo en frente de mí, con una sonrisa floreciente en la cara. Se inclinó hacia mí y me abrió la puerta para invitarme a entrar. Acepté la invitación con una sonrisa en el rostro, dejando el bolso en el asiento trasero. Vi una pequeña maleta metida a los pies del otro asiento trasero, y miré interrogante a Juliette, que me miraba todavía sin arrancar. 
-¿Te vas de casa? 
-Ahora luego te lo explico. – esa sonrisa pícara que dibujaba en su rostro no me daba mucha confianza – ponte el cinturón. – obedecí con la rapidez de un siervo. 
Con el sonido del click, accionó el motor y nos pusimos rápidamente de viaje a no sabía dónde. La capota del coche estaba bajada y el viento nos salpicaba el pelo. Miré a Juliette, concentrada en la carretera, mientras sus mechones del pelo se mecían al viento como lenguas de fuego que acariciaban el cielo. Se percató que la miraba, por que sonrió, y por el rabillo del ojo la vi buscarme en el retrovisor. Yo también la busqué y nos encontramos las miradas durante un instante. En seguida volvió a la carretera. El silencio se apoderaba de la situación, y sin embargo, no me sentía incómoda. Aun así, Juliette consideró oportuno poner música. 
*Hablemos de ruina y espina, hablemos de polvo y herida…* Una música lenta y atrayente envolvió mi cuerpo. Comencé a golpear con el dedo índice mi pierna derecha al ritmo de la melodía. 
-¿Te gusta? 
-Sí. ¿Quién es? 
-Vetusta Morla. 
-No lo había oído. 
-Tú no has oído muchas cosas. 
-¿Cómo se llama la canción? 
-Maldita dulzura. – me sonreí. No se por qué, pero quise tomármelo como un halago. 
Esa fue toda nuestra conversación durante el viaje. Me abstraje con el paisaje una buena fracción del trayecto, y la otra la pasé intentando descubrir las letras de aquel cantante. Cuando paró el coche no sabía dónde estábamos, me sentía perdida en el mapa. Se bajó y cogió la mochila. Me bajé y cogí mi bolso. Nos adentramos en un tímido bosque, todo pendiente ascendente. Paramos en un claro. 
-¿Dónde estamos? 
-Si te lo dijese, perdería el encanto. – Dejó caer la mochila en el suelo – Deja las cosas aquí- la miré con preocupación – no pasa nada. Aquí no viene nadie. – terminé por hacerle caso, al fin y al cabo, ella parecía venir a menudo, se lo conocía bien. Dejé en el suelo el bolso y el abrigo, justo al lado de su maleta.

Cuando descargué me tendió la mano. La cogí, dejándome guiar. Estaba caliente, resultaba confortable. Comenzamos a ascender por unas rocas hasta que llegamos a lo que debía ser la cima. Juliette se paró unos pasos más delante de mí. – Mira – me atrajo hacia ella con el brazo. 
Ante mí se abrió el inmenso mar, escondido parcialmente por la frondosidad de unos árboles que parecían haber escapado a la mano humana. No pude sino abrir la boca y quedarme anonadada. – Hermoso. ¿Verdad? 
-Es precioso, Juliette. ¿Cómo lo descubriste? 
-¿Quieres parar de hacer preguntas y dedicarte a disfrutar del momento? – parecía incluso molesta, pero después me apretó la mano, que todavía seguía cogida, y me sonrió. Volvimos a mirar al horizonte. Desde donde estábamos podíamos oler la brisa marina a la vez que el bosque nos engullía salvajemente. 
– Ya está bien – se giró, soltándome la mano. La miré recelosa – no te he traído aquí para pasar toda la tarde mirando la nada. 
-¿Entonces? 
-Volvamos, anda. Que se nos va a hacer tarde – retomé su mano, volviendo sobre nuestros pasos, volviendo a crujir las mismas hojas caídas, volviendo a respirar el mismo aire húmedo, volviendo a imaginar abstracciones de lo que podría venir a continuación. Me comía la curiosidad. Quizá fue por ello por lo que más de una vez pasé a andar yo delante de ella, aunque me equivocase de camino y Juliette tuviese que arrastrarme por el sendero correcto. 

Cuando llegamos, abrió la maleta en el suelo. Descubrió en su interior un par de vestidos volátiles rojo y negro, bien plegados, y dos pares de zapatos de tacón. Pinturas, máscaras, todo tipo de objetos. Cogió los dos vestidos y me los tendió.
- ¿Cuál prefieres? – los miré indecisa. - ¿Lo elijo yo? 
-Mejor. 
-Vale. –los miró detenidamente, pasándoles un examen – Toma – me tendió el vestido negro. Lo cogí y lo desplegué sobre mi cuerpo. 
-¿Qué hago con él? 
-Quémalo. 
-¿En serio? 
-No, tonta. Pontelo. – miré a mi alrededor, buscando un sitio donde cambiarme. Cuando terminé de examinar el lugar miré interrogante a Juliette - ¿Te da vergüenza cambiarte conmigo delante? – me sonrojé. – Va, no seas tonta. Mira, empiezo yo – Se quitó la camiseta, lanzándola a la maleta. Su piel me deslumbraba. Daba la sensación de ser más suave que el lino, que la seda, y más brillante incluso que el sol… Me dieron ganas de acariciarla, de dibujar carreteras sobre ese país deshabitado, solo por la curiosidad de cómo sería su tacto. Quizá llegué a mirarla con deseo. – Si me sigues mirando así vas a hacer que me sonroje – fui yo la que se sonrojó cuando salí de aquel viaje interespacial por los poros de su piel – te toca
-Juliette… me da… 
-¿Te ayudo? – se acercó con los brazos extendidos. 
-Yo… - di un paso hacia atrás, indecisa. 
-Vamos, Alma. No voy a violarte. – alcanzó con sus manos mis caderas. En ese momento, los minutos de fijación con las letras de Vetusta Morla surgieron a la luz, y en mi cabeza sonó una frase *dejarse llevar suena demasiado bien…* Fue casi una orden para mí. Dejé que fuese levantándome lentamente la camiseta, sin yo saber muy bien dónde mirar. Ella no dejaba de sonreír mientras iba dejando al descubierto mi vientre. No pude evitar aguantar la respiración conforme sus manos ascendían. Era tan bochornoso para mí, que incluso podría decirse que me resultaba morboso. Unos instantes antes de que la camiseta pasase por mi cuello, la miré a los ojos, y quedé hipnotizada. 
Terminó de sacarme la camiseta por los brazos. Ahora era yo la que la miraba, y ella la que eludía mi mirada, la que se perdía por mi piel, con sus pupilas dilatadas, las llamas asomándose por ellas, jugando a enseñarme lo que no quería ver. Lanzó la camiseta en la misma dirección en la que había lanzado la suya, y volvió a poner sus manos en mi cintura, dejándolas conducir por las carreteras de mi cintura hacia el cinturón. Comenzó a desabrocharlo cuando volví en mí. Fue como si alguien hubiese apagado de golpe esa canción de Vetusta Morla, dejando a mitad esa frase que me había dejado inconsciente en lo que a la razón se trataba, y me eché hacia atrás – Ya puedo yo, gracias. – me giré para ponerme el cinturón. 

Notaba el orgullo de Juliette dolido, pero la confusión era demasiado grande como para tratar de remediarlo. El área de mi cintura en la que había posado sus manos todavía ardía, y a su alrededor el vello se erizaba buscándola a ella.

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