lunes, 8 de agosto de 2011

De tu boca a la mía. 11.2

-Mira, ya estás sintiendo algo. Rabia.
-¿Eso es lo que piensas decirme?
-¿Quieres que me disculpe?
-Pues sí. Eso no era una pregunta educada y exijo una disculpa.
-Perdóneme usted, pensaba que debido a su inmensa madurez mental sería capaz de tratar el tema con una madurez adecuada y no se exaltaría ante preguntas referentes a un acto natural de reproducción que responde a nuestros impulsos
– la mire confundida ante aquella muestra de dominio de la lengua de una manera improvisada, como si me sorprendiese que fuese capaz de formular una frase con tono y vocabulario culto más allá del empleado de normal. Y me dejó sin palabras, anonadada, ojiplática. - ¿Te sorprendes de mi léxico? ¿De mi capacidad verbal? ¿De mi labia? – me guiñó un ojo. Tenía razón.
-Está bien, pero que lo preguntes así me parece una falta de respeto muy grande.
-¿Y cómo lo pregunto? ¿Has realizado alguna vez el coito?
– me reí, no pude evitarlo, y con aquella risa salió por mi boca adherido al aire toda la tensión acumulada en un solo instante sin un motivo realmente sostenible más que la indignación momentánea por su manera de expresarse.
-Aun así, no entiendo por qué me lo preguntas.
-Simple curiosidad. Es por comprobar una cosa.
-¿El qué?
-Yo he preguntado antes.
-Vale, pues no, no me he acostado nunca con nadie.
-Lo sabía.
-¿Qué sabías? ¿qué querías comprobar? –
le grité mientras echaba a correr por la orilla del mar, persiguiéndolo mientras se reía. – Eeeeeeeeh! Espera! que yo no corro tanto! – y cambió de dirección, echando a correr hacia mí, y en consecuencia, yo también me giré. Huía. Escuchaba sus pisadas. Sus zancadas. Gritaba. Corría. Más, más, más. Una mano. Presión hacia atrás. Me tuvo cogida en menos de lo que yo esperaba. Me elevó con solo un brazo, y después con el otro. Los dos a la vez. Y grité. Admito que también me reí. – Para, para! – me bajó al suelo después de dar vueltas y correr cargando conmigo, mientras yo parecía volar sujetada por su fuerza. Me abrazó, y yo sin saber por qué, le abracé. Acercó su boca a mi oído.
-Me perdonas, entonces?
-Claro.
-Gracias
– se calló y me dio el último apretujón, que servía de punto y final a aquel abrazo, aunque algo en mí me pedía que no separase su cuerpo del mío, y que siguiese hablándome al oído. Me había gustado que se me erizase el vello del cuello por sus palabras aterciopeladas que, aunque escasas, habían conseguido provocarme algo que no entendía, más allá de las reacciones químicas que me sabía de memoria. Y se separó. Mi piel lo llamó a gritos. – Venga, vayamos rápido que a este paso no llegamos nunca al chiringuito.
-¿Sabes qué? Da igual el agua. Me aguantaré, volvamos.
-Pero si estamos a mitad de camino…
-Da igual, no quiero agua.
– me miró a los ojos alzando una ceja – de verdad, no importa.
-Está bien –
dijo algo confuso. Y echó a caminar en dirección al origen, a mi lado. De nuevo se hizo el silencio entre ambos por un corto lapso de tiempo hasta que Marcus no pudo soportar más el caminar con el simple sonido del agua azotándonos las piernas, hecho que en cierto modo le agradecí, aunque el sonido del mar fuese gratificante. – Creo que has dicho lo del agua solo para separarme de Juliette y Andreu y así poder violarme. Lo que no me cuadra es que todavía no me hayas violado – le miré con cara de misterio.
-La gracia está en cogerte por sorpresa – dije encogiéndome de hombros, volviendo a mirar al frente mientras me dibujaba una media sonrisa en el perfil que estaba oculto a su visión. Y aceleré el paso para poder reírme en silencio a gusto. Él decidió acelerar también, y me vio reir, aunque me pusiese seria en cuanto me percaté de su presencia a mi lado de nuevo.
-¡Já! Te has reído.
-No es cierto.
-Sí que lo es.
-¡No!
– y eché a correr. Esta vez, Marcos me dejó ventaja, tanta ventaja que no llegó a cogerme en toda la carrera hasta nuestro pequeño picnic. – No me mires el culo! – le grité un par de veces, a lo que él solo se reía. No se si significaba que me lo seguiría mirando o que no lo miraba en ningún momento, pero no me importó. Yo solo seguí corriendo hasta que estuve cerca del lugar de origen.
Me paré en seco cuando distinguí a Juliette y a Andreu. Se besaban. Sentados uno junto al otro. Sus manos en sus pelos y caderas. Sin importarles nada más. Era precioso. Y me sonreí, tapándome la boca. Sin embargo, cuando Marcos llegó a mi lado, no quedó igual de maravillado que yo por el ambiente tan íntimo y especial de la escena. Es más, parecía molestarle, pues cuando dirigí mi mirada hacia su rostro buscando la complicidad de quienes han comprendido minimamente el significado de una obra de arte abstracta, su mandíbula estaba apretada, en tensión. Carraspeó. Los amantes se separaron. Yo seguí con mi sonrisa. Me miraron primero a mí, algo avergonzados. No miraron a Marcos. No entendí la situación.
-Habéis tardado mucho. – La voz de Juliette era casi la de una disculpa.
-No parece que os haya importado – inquirió agresivo Marcos. Se hizo el silencio, y nadie más volvió a mencionar el tema. Pasamos media hora más sentados. Juliette y Andreu miraban a todas partes menos a cualquiera de nuestros rostros, y Marcos intentaba hablarme de manera normal, y por no contradecirle, aceptaba los vasos de cerveza que me iba tendiendo, hasta que a la de tres no pude más y lo rechacé. Entonces, se calló, haciendo que el ambiente se volviese casi insoportable. Era un silencio pesado, de castigo, que aunque no pretendía incluirme, me veía afectada como daño colateral, entre aquel regusto amargo que ahora me hacía tener ganas de reír, y el silencio y tristeza de no poder hacerlo acompañada, o quizá de no poder hacerlo por el simple hecho de que no era el momento ni el lugar indicado, aunque mi razón fuese incapaz de explicarme por qué no lo eran.
-Creo que es hora de irnos.
- Crees bien.

Y en efecto, en escasos minutos todos los objetos estaban ya en el maletero. El viaje se hizo en silencio, aunque pude advertir por el retrovisor cómo los amantes se intercambiaban miradas que poco decían de puro amor, y palabras mudas de diversión. Por el contrario, cuando miraba a Marcos para intentar mantener una conversación, no encontraba más que su espalda en mi dirección, y un aura de resentimiento hacia el mundo en la cual no me atrevía a adentrarme.
Fue un viaje aburrido, copado por la música alternativa de una radio que no conocía, pero que amenizaba aquel ambiente enrarecido. Miré el paisaje y me puse a recordar el día. Después de todo, quizá en Marcos hubiese algún Romeo, aunque no parecía estar hecho para esta Julieta. Sobre todo porque sus ojos, por lo que pude ver, pertenecían a una Julieta más francesa. A Juliette. Me resigné, había vivido perfectamente estos años, y no necesitaba a nadie más para seguir viviendo. ¿O no? No sabía diferenciar la coraza de la realidad, y me preocupaba.

De tu boca a la mía. 11.1

El resto del viaje lo pasé pensando mientras los tres amigos charlaban agitadamente, gritaban, reían. De vez en cuando notaba las miradas de Marcos o Juliette posarse en mi nuca mientras yo me dedicaba a reflexionar sobre mis sentimientos mientras veía el paisaje desaparecer a toda velocidad. Nadie se atrevía a romper mi estado de reflexión, y los entendía. Yo tampoco me atrevía a rompérmelo.
A la que me di cuenta el coche frenó, y tomé consciencia del cambio de aire. Ahora era húmedo, más fresco, y había un ruido ambiente que era muy diferente a la melodía de la ciudad. Estábamos en la playa.
Bajaron del coche Juliette y Andreu para dejarnos paso a Marcus y a mí. Me arreglé la ropa nada más ponerme de pie, alisándola con mis manos y suspirando. Volví a peinarme con la mano, haciéndome una coleta, y ayudé a descargar del maletero lo que fuera que estaban sacando de él para llevarlo a la arena.
En cuanto me di cuenta estábamos sentados sobre un trozo de tela, lo suficientemente ancho como para caber los cuatro, unos paquetes de comida y tres botellas de cerveza, pero lo suficientemente pequeño como para tener que estar en contacto constante con alguna parte del cuerpo si no queríamos salirnos de la tela, como era mi caso. Me senté entre Juliette y Marcos, con Andreu en frente. Formábamos un círculo en conjunto.
Sacaron cuatro vasos y sirvieron cerveza en ellos. Miré incómoda a Juliette, que parecía ignorarme por completo mientras hablaba de nuevo con Andreu. La observé unos instantes, y me di cuenta de cómo jugueteaba con su pelo cuando hablaba, cómo reía sin más las gracias de aquel chico con el que a penas había mantenido conversación. Suspiré y se me pusieron los ojos en blanco. Hoy no iba a contar con Juliette para nada. Quizá me habría usado para entretener a Marcus mientras ella atacaba a Andreu. Lo miré, y vi como él también los observaba con cierta envidia en el rostro. Me dio pena, yo no iba a coquetear con él. Y acto seguido me miró y sonrió. Cogió dos vasos y me tendió uno.
-No, no. No me gusta.
-¿La has probado?
-No pero…
-¿Entonces?
– me ponía a prueba constantemente - ¿Cómo vas a ser una científica bien hecha si no te atreves a probar las cosas antes de emitir un juicio? – conseguía pillarme sin defensas en seguida. Accedí en silencio, sin desviar mis ojos de los suyos y extendí mi mano hasta alcanzar el vaso. Rocé sus dedos. Me sonrió. – Prueba, y si no te gusta, podemos acercarnos en un momento a algún bar a comprarte agua o lo que prefieras.
-Está bien
– y bebí. No sabría decir qué es lo que me pareció, porque era la primera vez que bebía algo así. Lo que sí que puedo decir es que más allá del sabor amargo que dejó en mi boca y que no era mucho de mi agrado, noté cierto deseo de más cerveza naciendo dentro de mí. Como un demonio al que no se le ha alimentado desde hace mucho tiempo y ahora acaba de oler su comida. Negué, y puse la mejor cara de asco fingida que sabía. Cogió el vaso y me miró, sin creerse en absoluto mi expresión.
- ¿No te lo vas a terminar si quiera? – dijo mientras miraba el vaso medio vacío que le había devuelto. La tentación me superaba. Y le sonreí.
-¿Si me lo termino me acompañas a comprar agua?
-Por supuesto
– y me volvió a tender el vaso. Sin apartar la mirada de su rostro me terminé el vaso de un trago, ahorrándome muecas de asco.
-Vamos a por el agua- Marcos estaba asombrado, pero aun así supo hacer caso a mi petición en un relativamente corto lapso de tiempo. Cuando nos levantamos, Juliette y Andreu nos miraron confundidos, y a ella pude notarle cierto brillo de astucia en aquella mirada, un interrogante hacia algo que no había prestado mucha atención.
-¿Dónde vais? – preguntó con una voz que parecía insinuar algo que no entendí.
-A por agua, que a Alma no le gusta la cerveza. – Juliette levantó ambas cejas y me miró.
-Perdón Alma! no contaba con… tus gustos. – negué con la cabeza, como diciendo *no importa, todo está bien*, aunque aquella pausa me había mosqueado ligeramente - ¿Queréis que os acompañemos o…?
-No, quedaos para cuidar las cosas, ya sabemos ir solos. ¿Conocéis algún bar por aquí cerca o algo?
-Sí, a dos o tres minutos andando a paso ligero por la orilla del mar tenéis el bar más cercano. Es un chiringuito pero seguro que os venden alguna botella grande de agua.
-Bueno, ya llegaremos, que no tenemos prisa, ¿no?
– me miró. Negué. No se si me apetecía pasar mucho tiempo a solas con Marcos, sin la protección de Juliette si conseguía sacarme de mis casillas, o me preguntaba algo incómodo. Claro que hasta ahora, ella había estado ausente, ignorándome, así que si había podido sobrevivir este tiempo, podría continuar. Miré el reloj, ya no sabía ni qué hora era… Quizá en breves debiese volver a casa, claro que hoy era jornada intensiva para mis padres, y la oscuridad y fría soledad de mi casa se me antojaba en esos mismos instantes poco apetecible en comparación con lo que estaba viviendo.
Arrancamos a andar al mismo tiempo en la dirección que Juliette nos había indicado. Las olas mojaban nuestros pies, jugueteaban entre ellos y de vez en cuando reptaban por nuestras piernas hasta llegar a nuestras rodillas o algo más. Me arremangué los bajos de los pantalones antes de acercarnos a la orilla, hasta la mitad de la pierna. Aun así no pude evitar que alguna ola caprichosa llegase hasta ellos y los mojase con alguna gota, era un riesgo que había elegido correr.
-¿De verdad no te ha gustado la cerveza?
-No es que no me haya gustado…
-¿Entonces?
-Es que prefiero el agua.
-Está bien… Antes de irnos, ¿Brindarás conmigo?
-Tú que eres tan metafísico, y vas y le quitas la magia a la sorpresa…
-Está bien, dejo de hablar de esto, volvamos a las preguntas.
-No, no, que si quieres puedes seguir dándole vueltas a la cerveza…
-¿Te has enamorado?
-No
– contesté sin dar rodeos, sabía que podía alargarse más de la cuenta. Fui directa, aunque a él no parecía afectarle en absoluto mi tono agresivo.
-¿Y te han besado? ¿O has follado?
-¡¡Marcos!!
– me contuve de pegarle un golpe en la mejilla, pero notaba la rabia y la vergüenza comenzar a hervir en mis mejillas, haciendo que mi rostro cambiase de color hacia un rojo carmesí que delataba lo que se sucedía en mi interior. - ¿Cómo te atreves a preguntarme eso!? – paré en seco de caminar y apreté los puños, tratando de matarlo con la mirada.
Él mismo se sorprendió de mi reacción, quizá no tanto como yo, y también se paró en seco, frente a mí, mirándome fijamente sin saber exactamente qué hacer. Tenía la mirada confusa, y se rascó la cabeza. Después de ese momento de confusión se sonrió, haciendo que me exasperase.

sábado, 6 de agosto de 2011

Una sonrisa, una palabra, y un cigarro. 10.2

-No se puede comparar la inteligencia, visible, mesurable, calificable, con una invención humana.
-Dicen que la inteligencia es solo humana también.
-No es cierto, los delfines y monos también poseen inteligencia.
-Pero seguro que es mucho más inferior que la del ser humano.
-En efecto.
-Por lo que la inteligencia del ser humano sería un Dios, y la de estos dos animales, serían sus angelitos de la guardia.
– dibujó una sonrisa socarrona en su rostro, y se carcajeó sonoramente, haciendo que Andreu se girase para ver qué es lo que pasaba. Yo fruncí el ceño – Una mujer inteligente como tú, creyendo en Dioses. – suspiré intentando mantenerme impasible ante sus comentarios, pero cierto era que cada vez que abría aquel chico sus carnosos labios mi cerebro se ponía en alerta ante sus comentarios. Tenía un pensamiento tan abstracto, tan intangible, que suscitaba interés a mi perspectiva racional del mundo.
-Eres muy poeta
-Gracias. Tú eres muy racional.
-Gracias.
– me guiñó un ojo dibujando media sonrisa. Creí que no le había caído mal, y resultaba un alivio haber pasado aquella primera prueba. - ¿qué estudias? – me aventuré en un terreno más personal siguiendo un instinto social que pocas veces había tenido
-La vida.
-¿Y en la Universidad?
– ya había aprendido a contener a aquella bestia de lo inmaterial.
-Bellas artes.
-Como Juliette.
-Sí, voy a la misma clase que ella.
-¿En serio? No tienes 18 años ni de casualidad.
-No, llevo repitiendo… unos cuantos años.
– se sonrió. En aquel momento hubiese dado cualquier cosa por saber qué estaba pasando por la mente de aquel tipo, que quizá hasta tuviese más años que yo.
-Lo dices como si fuese para colgarse una medalla.
-Tampoco es para colgarse una medalla el pasar cada año de curso
– lo miré interrogante – Lo hace mucha gente, no es nada inusual. En cambio, lo mío es… diferente.
-Más bien, estúpido.
-No trates lo diferente como algo estúpido. Los diferentes abrimos puertas. Soy un valiente, un visionario. Amo lo que hago y lo repito cuanto puedo
– se encogió de hombros, como si aquellas palabras tuviesen que servirme de explicación a su vida académica. Claro que a mí realmente no me interesaba, o no debía interesarme. Desvié la mirada y apoyé mi cabeza en mi brazo, recostado sobre la ventanilla, para observar el paisaje pasar, difuminarse los verdes arbustos cercanos a la carretera.
Juliette seguía hablando con Andreu, el cual parecía disfrutar de la brisa agitando su pelo. Me giré hacia Marcus, dispuesta a darle una segunda oportunidad. Lo vi sacando dos cigarros. Y él vió que lo veía.
-¿Quieres? – me tendió el cigarro.
-No fumo.
-Tú te lo pierdes
- Se encogió de hombros y dejó su segundo cigarro sobre su oreja. Encendió el otro y le dio la primera calada, lentamente, como si disfrutase de aquella droga de olor molesto. - ¿Lo has probado alguna vez?
-¿Cómo?
-Que si has probado el tabaco.
-Ah, no. Para nada.
-¿Tienes amigos?
-¿A qué viene esa pregunta?
-Normalmente en un grupo de amigos siempre hay un pequeño porcentaje que fuma, aunque sea en ocasiones especiales. Y los de su alrededor, terminan probándolo en una noche loca, o tranquila, o yo que se.
-Pues sí que tengo amigos
. – mentí -Y ninguno fuma
-No me lo creo.
-Pues no lo hagas, a mí qué más me da.
-Vale, vale. Te creo.
– dijo con media sonrisa en la boca. Le gustaba discutir conmigo. - ¿Alguna vez te has enfadado de verdad?
-Muchas veces
– dije algo confusa. No entendía la pregunta.
-Pero, ¿de verdad? O simplemente te has puesto digna y has ignorado al otro.
-En eso consiste enfadarse en el mundo maduro.
– dije, permitiéndome cierto deje de superioridad repelente que incluso a mí terminó por sorprenderme.
-Oh.
-¿Qué?
-¿Nunca has sentido la rabia hervirte la sangre?
-Pues… no.
– me sentía orgullosa de mi respuesta, de mi autocontrol, en cambio, él, me miró con cierta pena.
-¿Alguna vez has sentido algo?
-Claro.
-El qué?
– me callé. ¿Qué había sentido? ¿Amor? No ¿Odio? No ¿Miedo? No. Había sentido indiferencia. ¿Eso se podía sentir?
-No se… ¿Qué consideras tú sentir?
-Sentir para mí es… hacer que se te acelere el corazón, que la sangre te hierva, que el cerebro se te colapse, bloquee, y solo consiga pensar en ello. Como con la rabia, la pasión, el amor, el miedo, la histeria, la valentía… Dime, has sentido todo eso alguna vez?
-No.
-Entonces, nunca has sentido de verdad
– y con esas palabras, con esa pequeña sonrisa de filósofo respondón que había dejado acabado a algún gran pensador, con aquel cigarro que iba y venía de sus labios, me dejó hundida, doliéndome el pecho. Empezaba a sentir algo, empezaba a sentir lástima.

Una sonrisa, una palabra, y un cigarro. 10.1

Eran las cinco de la tarde cuando decidí que era hora de comenzar a arreglarme. Me metí en la ducha sin cerrar la puerta del baño. Me parecía inútil, dado que, una vez más, mis padres estaban fuera de mi vista. Mientras el agua resbalaba impune por mi cuerpo sin condena, reflexioné sobre mí misma, sobre mi vida, sobre mis padres. Siempre tan sola, tan autosuficiente. Por muy fría que pudiese ser mi coraza, por dentro necesitaba una madre que viniese y me abrazase. Que me llamase por motes cariñosos, como me llamaba mi abuela, y se tumbase conmigo en la cama a mirar el techo sin necesidad de decirnos nada, tener una conexión auténtica, madre e hija. Echaba de menos tener una familia.
Salí de la ducha y me cepillé el pelo. Era tan largo que casi me llegaba a la cintura. Quizá era hora de cortármelo, pero no encontraba el momento. Lo sequé con secador, y aun así, se me quedó rizado. Más bien ondulado. Pensé en el mar, un mar revuelto pero accesible… Me gustaría ir a la playa.
Me lo recogí en una coleta, cuidando que cada mechón de pelo se colocase en el lugar correcto, fijándolo al resto. De mi armario, además de la ropa interior, cogí unos vaqueros y una camiseta a rayas rojas y blancas, de manga corta. Miré el reloj, quedaba media hora.
Me eché perfume, unas pocas gotas, y me volví a arreglar el pelo. Me puse un poco de colorete, a penas perceptible, ya que era una tonalidad muy similar a mi piel, y me comí una onza de chocolate. No me gustaba pintarme los labios, pero con el paso de los años había descubierto que cuando comía chocolate los labios se me enrojecían de manera natural, así que aproveché ese flujo de sangre.
Cuando quedaban cinco minutos para las siete bajé al portal y esperé a Juliette apoyada en la puerta. Comencé a divagar qué clase de amigos me presentaría. En estos momentos ya no me parecía tan horrendo pasar una tarde con aquella chica. Imaginé con timidez que gracias a ella quizá conocería a un Romeo perfecto para mí. Poco a poco fui construyendo castillos de aire en mi mente, incluso suspiré de amor ante aquella fantasía de cristal. En el fondo, era una romántica, una Julieta. Solo necesitaba conocer al príncipe, al Romeo indicado.
Por fin apareció a lo lejos el coche rojo de Juliette, y me erguí respirando hondo. Sin embargo, aquel mundo frágil se rompió instantáneamente cuando el automóvil estaba lo suficientemente cerca para ver a los que transportaba. Ninguno de los ocupantes respondía a mi idea de Romeo. Al menos en primera instancia. Me recordé que desde siempre me habían enseñado que no debía prejuzgar a nadie y aventuré a imaginar que quizá, más allá de aquel aspecto desaliñado del chico de atrás, que parecía que iba a ser mi acompañante en aquella tarde de, por lo visto, parejas, se encontraba un hombre capaz de enamorarme. Aunque me resultaba una opción francamente remota.
Frenaron justo en frente de mí, y el que viajaba de copiloto se levantó y echó el asiento hacia atrás para que yo entrase. Me sonrió cuando terminó el proceso y se acercó a mí, que permanecía impasible en el mismo lugar en el que había estado esperándolos.
-Hola, me llamo Andreu – y acercó su rostro para darme dos besos, quedándose en posición hasta que reaccioné, como si despertase sobresaltada de un sueño.
-Hola, yo soy Alma.
-Lo se.
– me sonrió y extendió el brazo en dirección al coche - ¿Subes?
-Claro.
– le devolví la sonrisa.
-Buenas, Alma! – exclamó Juliette. Miré al retrovisor hasta chocarme con sus ojos sonrientes, y trate de imitarla, tímida ante la presencia a mi lado de un chico que me observaba con detenimiento. Me daba la impresión de que me devoraría en cuestión de segundos.
-Hola, me llamo Marcos – su voz era grave, melódica, quizá algo rasposa, aunque aquello carecía de importancia. Lo miré directamente a los ojos, que eran tan verdes que habría jurado estar mirando directamente un mar de septiembre, tormentoso. Eran enigmáticos, hipnóticos, y sabían hablar. Aunque no entendía exactamente qué decían.
-Soy Alma.
-¿Eres o te llamas?
– el coche arrancó, y me puse el cinturón, delante, Juliette y Andreu charlaban tranquilamente, daba la sensación que el viaje iba a ser relativamente largo.
-¿Cómo?
-Eres Alma, o te llamas Alma.
-No entiendo la diferencia
– se sonrió.
-Ser un nombre, es identificarte por completo con él, y todo lo que conlleva. ¿Tú te identificas con tu nombre? – me quedé pensativa, asimilando lo que me había dicho.
-Todo eso es muy metafísico. Un nombre es un modo de identificación entre toda la masa de seres humanos, una marca para poder diferenciarnos unos de otros… aunque suelan repetirse estos.
-¿Y entonces…?
-¿Qué?
-¿Te identificas con tu nombre? ¿O solo es una manera de llamarte?
-Es una manera de llamarme.
-Entonces, no te presentes diciendo que eres Alma.
– lo miré alzando una ceja y se rió.
-Es muy abstracto para mí.
-Eso es porque no estás acostumbrada a tratar con cosas abstractas.
– comenzaba a sentirme algo irritada ante aquel tono de superioridad que se marcaba el chico moreno.
-Porque no me hace falta.
-A todos nos hace falta.
-Eso no es cierto.
-¿Alguna vez has rezado?
-Nunca.
-¿Creído en algún Dios?
-No.
-¿Y en la inteligencia?
-Claro.
-La inteligencia es el Dios de los sabios.