domingo, 6 de noviembre de 2011

Vergüenza, humillación, y una sonrisa. 13.2

Eché a caminar hacia el aparcamiento, ahora con algo más de prisa. Si quería ponerme guapa, como ella había dicho, tendría que darme prisa en llegar a casa y comer, para poder tener tiempo suficiente para arreglarme… ¿Arreglarme? No tenía muy claro si sabía lo que significaba en concreto aquel verbo. Me maldije a mí misma en la soledad de mi mente. ¿Qué habría querido decir Juliette con que me arreglase? ¿Debería maquillarme? Palidecí solo de pensarlo. No tenía pinturas, y en el caso de que decidiese usar las de mi madre, no tenía ni idea de por dónde debería empezar a desdibujarme, más allá del simple colorete olvidado de mi madre que había terminado por apropiarme. Intentar reconstruir mentalmente un proceso sin saber nada sobre él me agotaba. Me decanté por que el encanto de un rostro al natural, sin colorete, sin largos minutos frente a un espejo debatiéndome entre empezar de una manera u otra.

Mientras conducía a casa, me planteaba qué ropa me pondría. El trayecto era corto, tanto como la decisión a tomar. Todos mis pantalones eran vaqueros, así que la duda por esa prenda quedaba básicamente descartada. Pensé en una camiseta de cuello barca azul. Contrastaría con el tono claro de mi piel, seguro. ¿Se referiría con eso a ponerse guapa?

Llevaba ya un desorden importante en lo que respectaba a mi vida en aquel momento cuando aparqué el coche. Entré a casa con la intención de comer rápido e ir corriendo a la ducha.

Al llegar a la cocina me encontré con un plató frío de pasta dura y tomate precocinado en el banco. Ni siquiera una nota con instrucciones, saludándome o cualquier trivialidad. Metí la comida 45 segundos al microondas a calentar y encendí la televisión. Ese día, en vez de ver las noticias, decidí poner uno de esos canales que veía todo el mundo, solo por curiosidad.

Cuando terminé de vestirme tras una buena ducha, llegó la hora de arreglarme, y debía empezar por el pelo. Fui al baño de mis padres, donde mi madre tenía espuma para cabello rizado. Bajo el chorro de agua caliente, desenjabonándome, había decidido cambiar hoy de peinado y acentuar unos rizos que ni siquiera tenía claro si poseía.
Leí las instrucciones que no quedaban nada claras y pasé a imitar a mi madre. Agité el bote y apreté el botón, dejando salir sobre la parte de mi mano aquella sustancia espumosa blanca. Cuando consideré que había puesto demasiada espuma en mi mano, dejé el bote en su sitio, y con la mano que me quedó libre comencé a aplicarme la espuma en el pelo, eligiendo un mechón de pelo y apretándolo en un puño junto con la espuma.

Cuando terminé me miré en el espejo semi-empañado, tenía buena pinta. Saqué el secador y apliqué un poco de aire frío al pelo para acelerar que se secase, pero sin destrozar los rizos potenciales. Agradecía que mis padres no estuvieran en casa, pensarían que me había vuelto loca.
Marzo en los almendros

Observándome vestida, no terminaba de convencerme aquel aspecto. Fui al cajón de mi madre donde guardaba las camisetas bonitas, esperando que hubiese alguna que me gustase. Con mucho cuidado empecé a rebuscar hasta que encontré en el fondo del cajón una camiseta que no le había visto jamás. Cuando la saqué me di cuenta que todavía llevaba la etiqueta. Me la probé. Para mi sorpresa, me gustaba cómo me quedaba. Era una camiseta negra que remarcaba mi cintura, acentuándola. Encantada, me di cuenta de que aquel escote que arrastraba la camiseta hacía que pareciese que tenía los pechos más grandes de lo normal. Con el sujetador intenté levantarmelos un poco más; no estaba tan mal después de todo.

Estuve pavoneando delante del espejo un buen rato, hasta que miré el reloj. Las cinco menos cuarto. Rápida, limpié el baño en diez minutos, cogí el abrigo marrón, un bolso negro de mi madre en el cual metí mi cámara con un par de carretes, el móvil, las llaves y algo de dinero, y bajé corriendo para salir. De refilón vi una nota que hizo que me parase. La cogí y salí a la calle.

La nota era de mi madre.

Alma, tu padre y yo nos hemos tenido que ir a un congreso a Suecia. Volveremos en un par de semanas más o menos. Sentimos no haberte avisado con antelación. Cuídate. Te pondremos dinero en la tarjeta para que te compres comida cuando necesites. No despistes tu trabajo.

Te queremos, tesoro.

Mamá”



Me reí en un segundo de manera irónica. ¿Te queremos? ¿Tesoro? Aquello no era más que un sentimiento de culpabilidad, una manera de remediar lo poco que les importaba. Tampoco me afectaba en esos momentos. Arrugué la nota y la tiré a una papelera que tenía cerca. Volví a mirar el reloj. Las cinco. En seguida llegaría Juliette. Me humedecí los labios, resecos por el frío. ¿Qué habría planeado aquella loca? ¿Qué esperaba que hiciese?
Marzo en los almendros

Cinco o diez minutos después de pensar en qué íbamos a hacer aquella tarde, vi aparecer al principio de la calle un coche rojo, el de Juliette. Esta vez no iba nadie más en él.

Vergüenza, humillación, y una sonrisa. 13.1


Los siguientes días los pasé como solía pasarlos antes de conocer a Juliette. Iba de casa a la universidad, de la universidad a casa, y en medio, la biblioteca era mi segundo hogar. Las palabras me parecían estúpidas, y cuando no tomaba apuntes, me permitía una regresión al pasado, a mi portal, a sus labios. Era mi refugio cuando me aburría, cuando me sentía cansada. Mis padres salían y entraban de casa sin que yo me percatase. Seguía viviendo casi sola. Era la vida de antaño, la vida de soledad que tanto me había gustado y que ahora comenzaba a parecerme vacía de sentido, de vida. El ambiente que me rodeaba era frío, y comenzó a parecerme una obsesión casi insana el recuerdo del beso. El primer beso. MI primer beso. Marzo en los almendros

Traté de eludir a Juliette y todo lo que hiciese referencia a ella. No quería descentrarme, perderme como persona. No quería pensar en Marcos. No quería pensar en nada. Y aun así, me era imposible obviarlo. ¿Por qué? ¿Por qué? En qué momento había elegido el cambio. En qué lugar había decidido escoger la desviación a mi camino principal. Un corto sendero, unos pocos pasos, y al mirar atrás no era capaz de encontrar el sendero en sentido inverso de vuelta a mi vida. Sin embargo, seguía siendo quien era, seguía mostrándome al mundo como hace poco tiempo, nadie veía el cambio, porque nadie me veía. Sin embargo, podía notar en el rincón de mi corazón, bajo la válvula tricúspide, un pequeño color negro teñirme una pequeña porción del tejido cardíaco.

Duré tan solo tres días escapando de la pelirroja, de sus garras, sus miradas, sus palabras. Cuando ella venía hacia mí, yo conseguía escapar. Cuando me gritaba, yo desaparecía tras una puerta, por otro pasillo, huía, sin embargo, ese día no pude escapar, no tuve opción a enfrentarme al cambio, a sus ojos, al beso, no tuve opción de enfrentarme a la vida, a Juliette.

Eran las dos de la tarde y acababa de salir de clase. Cogí la misma ruta de siempre para llegar al coche sin que Juliette me encontrase. Al paso me salió de un aula aquella pelirroja, con su pelo suelto, su sonrisa desenvuelta, sola. Enrojecí. Ella olió mi vergüenza, sabía que pasaba por ahí, me había estado esperando. Le sonreí cordial. Me devolvió la sonrisa, no parecía que fuese a dejarme pasar impune. Estaba de pie, quieta, y yo también me paré.
-Hombre! Alma!
-Hola Juliette – la miré a los ojos, me daba vergüenza que me leyese el alma, que leyese que me había besado con su amigo, que me había gustado. ¿Por qué? No lo sabía, pero no podía evitar sentir desasosiego.
-¿Qué tal estás? – se acercó a mí.
-Bien…- caminé hacia atrás, tanta distancia como pasos recorrió Juliette. - ¿Y tú?
-Oh, yo bien. Aunque algo preocupada porque una conocida mía no hace más que eludirme y esas cosas – me costó aguantarle la mirada mientras clavaba su pupila en mi pupila, pero conseguí mantener el reto. - ¿Por qué me huyes?
-¿yo?
-Sí. Y no me digas que no lo haces.
-Yo…
-Tú, tú, tú. – se sonrió y de nuevo avanzó hacia mí. Esta vez me mantuve inmóvil – No te preocupes, se que Marcos te besó, y que tú le respondiste. – palidecí, lo supe porque el corazón dejó de bombear sangre hasta mi cabeza. Incluso me mareé. Ella también lo supo, supo que era cierto lo que acababa de inventarse, supo que me avergonzaba de que lo supiese, y supo que me estaba quedando sin aire. – Pero no te preocupes, no voy a decírselo a nadie – Me guiñó un ojo, haciéndome sentir como una niña, una inmadura, una estúpida. La miré con falso agradecimiento. Que ella lo supiese ya era para mí todo el bochorno que podía soportar. Me sentía avergonzada por mí misma. Incluso podría decirse que decepcionada. Lo que no podría decirse, por que lo negaría siempre, era que me gustaba esa sensación de haber infringido las reglas, de haberme dejado llevar mínimamente por mis impulsos, por lo que de veras quería.
-¿Te importa?
-¿A mí? Qué va. No estoy saliendo con él – pero sus ojos no parecían decir lo mismo. Había resquemor, había envidia, dolor, tristeza, en aquellas pupilas que se escondían en su propia oscuridad para no encontrarlas reveladoras. Por una vez, decidí fingir que creía a su voz, a lo que ella quería que yo creyese. Le sonreí inocente, y su expresión cambió rápida a una sonrisa sencilla - ¿Te apetece salir a dar una vuelta esta tarde? - Me sentía animada tras esta pequeña charla, incluso me apetecía salir con ella.
-Claro, por qué no. – Hasta Juliette se sorprendió de mi respuesta tan contundente. No había dudado al contestar y eso quizá la confundió. Tardó un par de segundos en contestar, y sin embargo, parecía tan natural que llegué a olvidar ese silencio de sorpresa.
-¿Paso a por ti esta tarde?
-Vale. ¿Dónde vamos a ir?
-Será sorpresa. Tenías cámara de fotos, no?– esta vez fui yo la que me quedé estupefacta. No recordaba aquella cámara que había dejado abandonada en un cajón, ni tampoco recordaba que la primera vez que había visto a Juliette había sido en aquella salida a callejear en una neura radical que me había surgido de la nada. Asentí – Cógela, por si acaso. Yo cogeré mi cámara también.
-Vale. ¿Pasas a las cinco?
-Por ejemplo. Ponte guapa, ¿vale?
-Vale – giró sobre sus talones y echó a andar en sentido contrario al que yo debía seguir para llegar al coche. Estaba bastante aturdida. Había pasado de evitar a toda costa a Juliette a haber quedado con ella para esta tarde, sin saber exactamente qué iba hacer.