viernes, 29 de junio de 2012

La soledad del polvo 15.1

Llevaba tres días encerrada en mi cuarto sin querer saber nada del mundo. Tenía la cabeza y el alma enzarzadas en una discusión de la cual no entendía nada. Lo único de lo que era capaz era ponerme a pasar apuntes de medicina, leer artículos o dormir. Sacar el lado más racional para escapar de la oleada de preguntas que pretendían arrastrarme mar adentro de mis inseguridades para ahogarme en miedos. 

No tenía noticias de mis padres, y tampoco me preocupaba. Sus ausencias prolongadas y sin explicación más allá de una nota de papel era el pan de cada día. No esperaba que estuviesen fuera dos semanas. Siempre inventaban el tiempo, dos semanas, tres días, un mes. Nunca se cumplía. En vez de tres días eran seis, en vez de un mes, mes y medio.

Sin embargo, por mucho que intentase olvidarme, por mucho que tratase de evadir mi mente hacia el raciocinio más extremo, siempre volvía al mismo lugar, a los mismos hechos, los repasaba lentamente, de arriba a bajo, saboreaba el momento, dejaba que las cosquillas invadiesen mi estómago, y la culpabilidad, y la duda, y el miedo, mientras las preguntas y el ahogo consumían mi cerebro.

No me la podía quitar de la mente, era como una fotografía tatuada en mi memoria. Un instante, una fracción de segundo, el momento en el que dejé de pensar y cerré los ojos; el momento en el que sus labios tocaron los míos y electrizaron todo mi cuerpo enseguida; el momento en el que me puse tensa, rígida, y sus manos con caricias iban liberándome de la condena de mis músculos, poco a poco, sin mover sus labios; el momento en el que movió sus labios, y yo moví los míos, y dibujamos mil colores, compusimos mil canciones, escribimos mil sonetos, y los pájaros trinaron, y mi corazón se aceleró, el mundo se detuvo y me faltaba el aire; el momento en el que volvió la consciencia a mi cuerpo, junto con la tensión, y cerré la boca; el momento en el que separó su boca de la mía y me miró a los ojos, y yo evité la mirada, y ella apartó sus manos de mi piel, y mi cuerpo se enfrió solitario en un abismo de soledad. No, este último momento se evaporaba, se desvanecía; realmente, esa última jugada casi no la recordaba.

Pasaba las horas acariciándome los labios, cerrando los ojos, sonriendo. Lavándome los labios, los ojos fuera de sus órbitas, una mueca de espanto. Era un sinvivir de preguntas y deseos. 

El tercer día, a las ocho de la tarde, llamaron a la puerta. El timbre sonó como un corto alarido de dolor, y yo, perezosa, me levanté a abrir.

-¿Quién?

-Soy yo.

-¿Quién es yo?

-Juliette – se me vino el mundo encima, y no pude más que tragar saliva de manera tan sonora que seguro me habría oído. - ¿Puedo subir?

-Sí.

-¿Y me vas a abrir? – le di al botón y colgué el telefonillo. 

El pánico casi se apoderaba de mí. Me miré en el espejo de la entrada. La camiseta vieja de propaganda de refrescos y el pantalón de chándal desteñido dejaban mucho que desear. Como no tenía tiempo, lo único que pude hacer fue recogerme el pelo alborotado en un moño que no mejoraba mucho mi aspecto, pero al menos disimulaba un poco no haberme peinado.

Cuando volvió a tocar al timbre abrí la puerta con lentitud. Ella estaba al otro lado del marco de la puerta. Sonreía tímidamente con sus labios rojos dibujando una media luna. Me contagió su sonrisa, y vergonzosa, iba naciendo en mi rostro. 

- Hola.

- Hola Alma.

- ¿Qué quieres?

- Venía a hablar contigo… Y a traerte algo.

-¿El qué?

-Primero hablemos.

-Vale.

-¿Me dejas pasar? – me aparté para dejarla pasar. Llevaba una gran bolsa blanca cuadrada. La observé intentando adivinar qué llevaba pero fue imposible. Cerré la puerta y la seguí, pese a estar en mi casa. Llegó al comedor y se sentó en el sofá.

Me senté a su lado, guardando las distancias, con las piernas juntas y las manos sobre las rodillas, mirándola expectante. 

-¿Qué pasa?

-Nada… ¿Qué ibas a decir?

-He venido a hablar, aunque no es necesario que empiece yo.

-Ah…

-Pero lo haré.

-Vale.

-Me sentí muy mal por como terminó el día. Se que no era algo que tú deseases. Bueno, realmente no se lo que deseas, porque no te conozco, y no dejas que lo haga. No te voy a mentir, a mí me gustó. – me sonrojé, mirando hacia otro lado. 

-¿En serio?

-Claro. ¿Por qué no iba a gustarme?

-No se. Pensé que tú…

-¿Andreu? También.

-No lo entiendo. ¿No estáis juntos?

-No. 

-Ah…

-Y aunque estuviésemos, no somos de una sola persona en nuestra vida. – No sabía muy bien que decir –Pero no he venido a hablar por mí, sino por ti.

-¿Por mí?

-Sí.

-¿Por qué?

-Quizá porque te levantaste rápido y exigiste casi gritando que te trajese a casa. Es una idea, eh… 

-Ya…

-¿Y bien?

-No se. 

Realmente no sabía que decir. Había eludido el tema por completo, había intentado no pensar en ello bajo cualquier circunstancia, que el hecho de que viniese de frente hacia mí me dejó confusa, muda. Pensé en Mary Poppins, en aquello que se dice cuando no se sabe que decir. Si mi vida fuese una película, de esas en las que las personas pueden ser mágicas, de ese tipo de magia que enamora y te hace inolvidable para la humanidad, y la fe en el hombre estuviese tan viva como cualquier animal, sin peligro de extinción, podía decirle Supercalifragilísticoespialidoso. Y nos reiríamos, disfrutaríamos del momento, de mi maravillosa ocurrencia, nos abrazaríamos y dejaríamos pasar el asunto, por que ¿qué importaba? la vida sería perfecta y ese momento incómodo quedaría como una anécdota, algo que recordar con una sonrisa y una copa medio llena (que no medio vacía) de vino entre mis manos de dedos largos y piel suave.

Pero la vida no era un suave camino de rosas en el que la amistad florecía como lo hace una amapola, ni se dejaban fluir los momentos con naturalidad ni desenfado, sino que existía la necesidad de hablarlo todo, de clasificar, determinar, dar valor, conocer y etiquetar. Era un mundo gris, lleno de gente gris con almas grises que te abofetearían si ante un asunto de semejante seriedad como un beso, pudieses contestar alguna tontería como esa larga palabra que personas de grandes ojeras y tristes muecas en sus rostros no son capaces de pronunciar, por tener la lengua muerta de repetir las mismas palabras todos los días.

Pero Juliette no era una mujer gris, no venía de un mundo gris, y su alma era de tantos colores que te cegaba y confundía su diversidad… Eso era una mínima fracción de todo lo que se podía adivinar en sus ojos, ahora esperando una respuesta más contundente por mi parte.

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